Brecha en la Muralla
La Nueva Historiografía y el fin de la pureza fundacional
El silencio de la victoria
“Entre nosotros debe quedar claro que no hay lugar para dos pueblos en esta tierra. Si los árabes permanecen, la redención será incompleta.”
—Yosef Weitz, director del Departamento de Tierras del KKL Diario, 1940.
“No desplazarás los linderos de tu prójimo, establecidos por los antiguos en tu heredad.”
—Deuteronomio 19:14
Israel nació pronunciándose a sí mismo como una excepción: un país que había vuelto a existir sin cargar con la sombra de haber desplazado a otro. La guerra de 1948 fue presentada como un combate desesperado por la supervivencia, un acto de defensa ante fuerzas abrumadoras decididas a impedir su nacimiento. La victoria fue leída como signo moral. Si Israel había sobrevivido, era porque debía existir. La fuerza no era la causa, sino la prueba.
Ese relato no fue una distorsión, sino una necesidad. Toda nación moderna se funda sobre una escena inaugural que debe permanecer incontaminada. En el caso israelí, esa pureza sostenía la legitimidad del retorno, la promesa convertida en derecho, la supervivencia en destino. El Estado no podía reconocerse a sí mismo si reconocía que alguien había sido expulsado para que él pudiera existir.
Por eso, la Nakba no fue refutada: fue silenciada. Más de setecientos mil palestinos abandonaron pueblos con topónimos antiguos, cementerios familiares, olivares, mezquitas, iglesias cristianas. El nuevo Estado registró aquello como “despeje”, “evacuación”, “huida”. El lenguaje operó como ministerio de pureza. Unos pocos años despues de la Shoá, cuando el mundo todavía aprendía a nombrar la deshumanización. Allí donde hubo desposesión, se instaló un tecnicismo. Allí donde hubo violencia, una categoría administrativa.
Pero ese silencio hacia afuera reproducía un gesto anterior. Antes de negar al palestino, el sionismo había negado otra figura que le era íntima: el judío del exilio. El hombre del estudio, de la plegaria, de los barrios pequeños y los oficios sin prestigio. La construcción del “judío nuevo” exigió la desaparición simbólica del antiguo. El proyecto necesitaba un sujeto fuerte; el pasado debía ser descartado para que la identidad pudiera consolidarse.
La negación del palestino fue, en ese sentido, la continuidad lógica de esa operación. El otro fue borrado porque se parecía demasiado a lo que se deseaba olvidar. Campesino, arraigado, familiar, semita, devoto: el palestino no era la negación del judío, sino su reflejo previo al Estado. La frase que más tarde se repetiría —“el pueblo palestino no existe”— no describía una realidad demográfica, sino una condición moral. Era necesario que no existiera para que la pureza permaneciera intacta.
El silencio no fue una omisión. Fue un método. La construcción del Estado exigió una administración rigurosa de la memoria, una selección cuidadosa de aquello que podía figurar en el relato y aquello que debía permanecer sin nombre. La historia de 1948 podía admitir combates, sacrificios, ruinas y mártires, pero no podía admitir testigos que contradijeran la pureza del origen. No porque no existieran, sino porque su presencia habría desgarrado la lógica que sostenía la legitimidad del proyecto. La culpa, entonces, no se negaba: simplemente se la privaba de forma. Permanecía suspendida en un territorio en el que todavía no había palabras para nombrarla.
Pero ninguna arquitectura simbólica gobierna al tiempo. Los archivos se abren por razones burocráticas, no morales. Los términos que antes funcionaban como escudos —retorno, defensa, necesidad— se desgastan por efecto de su propia repetición. La retórica que alguna vez producía convicción comienza a producir transparencia, y cuando un relato se vuelve transparente, deja de operar como mito y pasa a mostrarse como construcción. La memoria, que se había querido ordenada, se fractura apenas una pieza se desplaza. La historia, que parecía estable, comienza a filtrar aquello que el silencio había retenido.
La pureza de 1948 no fue un hecho inscrito en la realidad. Fue una decisión sostenida en el lenguaje, en la administración del recuerdo y en la suspensión de la culpa. Y toda decisión que depende del lenguaje termina enfrentando el momento en que el lenguaje ya no obedece. Cuando las palabras vuelven a significar lo que habían dejado de nombrar, el origen deja de ser un punto sagrado y reaparece como una escena donde hubo disputa, expulsión y reemplazo. Entonces el mito ya no puede mantenerse sin esfuerzo. Y un mito que necesita esfuerzo está a punto de quebrarse.
El archivo como arma
“Los documentos estaban allí, esperando; sólo hacía falta leerlos.”
— Benny Morris, The Birth of the Palestinian Refugee Problem, 1988
“Recuerda los días antiguos; considera los años de generación en generación.”
—Deuteronomio 32:7
Tres décadas más tarde, la muralla que sostenía el relato comenzó a agrietarse, no por un acto de contrición nacional ni por un despertar moral, sino por un procedimiento burocrático: la apertura rutinaria de los archivos militares. Fue en esas salas sin épica y sin patria —mesas metálicas, carpetas beige, sellos administrativos— donde una nueva generación de historiadores, no árabes, ni palestinos, ni europeos críticos, sino israelíes —Benny Morris, Avi Shlaim, Ilan Pappé, Tom Segev— encontró lo que el Estado no había negado mediante censura, sino mediante costumbre: la verdad conservada como registro y no como memoria. No fueron militantes, ni profetas, ni revisionistas movidos por redenciones tardías; fueron lectores de documentos. De cajas grises y fichas numeradas emergió una verdad que no necesitaba adornos: la Nakba no había sido una fuga improvisada en medio del pánico, sino una operación administrada con disciplina, consignada en mapas, órdenes de campo, listas de aldeas a vaciar y telegramas donde la violencia se escondía detrás de palabras que sonaban a procedimientos de limpieza, seguridad o estabilización territorial. La pureza del origen no se derrumbó por acusación, sino por inventario.
Y, sin embargo, lo que esos papeles revelaban no era sólo la expulsión. Lo verdaderamente intolerable era aquello que el mito había insistido en negar desde el inicio: el palestino no era un recién llegado, no era un egipcio errante, ni un sirio desplazado, ni un grupo de trabajadores temporales sin arraigo. Los pueblos expulsados tenían cementerios donde las generaciones se contaban hacia atrás sin interrupción, manuscritos familiares que no necesitaban genealogía, olivares cuya edad excedía a la del Estado que los reclamaba, mezquitas anteriores a la llegada de los otomanos, iglesias cuyos cimientos descansaban sobre ladrillos bizantinos. No había vacío que llenar, ni tierra sin pueblo, ni desierto esperando un redentor. Había continuidad.
Por eso, la frase que Golda Meir pronunciaría en 1969, en una entrevista concedida a The Sunday Times —“No existe el pueblo palestino”— no fue un error de cálculo ni una provocación diplomática: fue la formulación desnuda del principio que sostenía la pureza del relato. Si el palestino existía, la inocencia se derrumbaba. Si el palestino existía, entonces el retorno implicaba desposesión; si había desposesión, había una víctima; si había víctima, la victoria dejaba de ser inocente. El mito de la pureza no podía permitirse la admisión del otro, porque esa presencia hacía visible aquello que debía permanecer innombrado. La negación del palestino no borraba su historia: borraba la culpa de la historia israelí.
El archivo no derrumbó la muralla. Pero la iluminó desde dentro. Y la muralla iluminada deja de proteger: expone.
El relato siguió en pie, como siguen en pie todas las ficciones fundacionales que han sido interiorizadas al punto de confundirse con la respiración. Pero el tiempo había cambiado de dueño. Lo que antes era certeza comenzó a parecer un tono, y lo que antes era destino comenzó a parecer construcción. La pureza de 1948 ya no podía presentarse como hecho. Debía sostenerse como decisión.
Y toda decisión sostenida sólo en el lenguaje comienza a temblar cuando el lenguaje empieza a recordar lo que se intentó olvidar.
Kimmerling: La violencia como estructura
“El sionismo no es sólo un movimiento nacional. Es un proyecto de sustitución.”
—Baruch Kimmerling, Politicide, 2003
“No oprimirás al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.”
—Éxodo 22:20
El trabajo de los nuevos historiadores introdujo la evidencia; el de Baruch Kimmerling reveló la arquitectura. Allí donde Morris mostró documentos y Pappé reconstruyó mapas de expulsiones, Kimmerling trazó la lógica interna que convertía la violencia en un principio organizador. Definió al sionismo no como un nacionalismo más, sino como una forma de colonialismo de asentamiento: un orden político en el que la presencia del nativo no es un problema a gestionar, sino una imposibilidad ontológica. No se trata de coexistir, sino de reemplazar. La tierra no se comparte: se hereda o se toma.
En ese marco, la violencia deja de ser contingencia y se convierte en método. El Estado israelí no sólo opera como un ejército: piensa como un ejército. La administración se vuelve cadena de mando; la educación, disciplina; la memoria, propaganda defensiva. La ciudadanía se define no por pertenencia, sino por utilidad. La frontera entre civil y combatiente se diluye no por error, sino por diseño. La vida colectiva se organiza bajo la premisa de que el peligro es permanente y que la fuerza no es excepción, sino respiración cotidiana.
Kimmerling llamó a esto militarismo cognitivo: un modo de habitar el mundo donde la seguridad se vuelve la única moral posible. La política ya no argumenta, vigila. La historia no narra, justifica. El Estado no persuade, instruye. Bajo esta lógica, la memoria de la Nakba no puede aparecer como tragedia, porque introduciría la pregunta sobre el costo; y el costo es precisamente aquello que no debe pensarse para que la legitimidad permanezca intacta.
La ironía moral está en que la Torá había prescrito lo contrario. No oprimir al extranjero porque se fue extranjero. Recordar la intemperie como fundamento ético. La experiencia del exilio no como vergüenza, sino como pedagogía. Allí donde la tradición afirmaba que haber sido forastero obligaba a la compasión, la construcción del Estado convirtió esa misma experiencia en advertencia: si no eres fuerte, serás expulsado.
El pasado dejó de ser memoria y se transformó en advertencia. No se trataba de recordar Egipto para evitar repetirlo, sino para no volver a ocupar el lugar del dominado. La ética del sobreviviente fue reemplazada por la ética del vencedor. La fragilidad se volvió delito; la empatía, una forma de rendición; la duda, una amenaza existencial.
Así, la violencia no fue un accidente ni una desviación moral. Fue la matriz.
Y el Estado, su instrumento más eficiente.
No porque lo deseara, sino porque sin ella no podía existir.
El Post-Sionismo: La Conciencia de la Impureza
“Si una sociedad se define sólo por aquello que excluye, su identidad es una frontera armada.”
—Baruch Kimmerling, Universidad Hebrea, 1998
“Justo es la justicia, para que vivas y poseas la tierra.”
—Deuteronomio 16:20
El post-sionismo no nació como un proyecto de oposición, ni como un intento de desmantelar al Estado, ni siquiera como una crítica ideológica. Nació del archivo, es decir, de la evidencia. Cuando la historia dejó de ser repetición ceremonial y volvió a ser documento, la pureza del origen —esa pureza convertida en mito fundacional, en pedagogía cívica, en oración laica— comenzó a resquebrajarse. Lo intolerable no era saber que hubo expulsión; lo intolerable era admitir que el Estado había sido construido sabiendo que la expulsión era necesaria. La inocencia no se perdió: se reveló como imposible desde el inicio.
Esta constatación no exigía negar la Shoá ni relativizarla; exigía dejar de utilizarla como absolución permanente. El trauma del exterminio no transformaba automáticamente al sobreviviente en guardián de la justicia. La historia humana, con su ironía más cruel, muestra precisamente lo contrario: el dolor puede volverse doctrina, y la doctrina puede convertirse en instrumento. El Estado se había fundado sobre la idea de que el sufrimiento legítima la fuerza; el post-sionismo propuso que la fuerza, sin verdad, sólo genera otra capa de sufrimiento.
Pero aceptar eso implicaba tocar el nervio central de la identidad israelí: la pureza.
El relato del regreso a la tierra ancestral dependía de que nadie hubiera sido desplazado; la idea del judío nuevo dependía de que el judío antiguo hubiera dejado de existir; la construcción del israelí fuerte dependía de olvidar al israelita vulnerable. La figura del palestino, con su arraigo, su semitismo, su pertenencia no interrumpida al mismo paisaje, era demasiado parecida a la del judío que el proyecto sionista necesitaba abandonar simbólicamente para nacer. Por eso, cuando el post-sionismo señaló esa continuidad —que el otro expulsado era, en cierto sentido, el reflejo del yo que se había querido superar— la reacción fue inmediata.
A medida que la evidencia comenzó a filtrarse en el espacio público, el sistema de legitimación produjo su reflejo defensivo: la figura del “judío que se odia a sí mismo”. No era un insulto, sino una categoría moral. Nombraba a aquel que había cruzado la frontera tácita entre la pertenencia y la memoria. No se acusaba al disidente de mentir; se le acusaba de recordar. Y recordar, en una nación fundada sobre la pureza del origen, es siempre una forma de traición.
El post-sionismo no vino a destruir símbolos ni a negar la historia nacional; vino a restituir aquello que había sido expulsado de ella. No pidió que el Estado dejara de existir, sino que dejara de existir sin culpa. En lugar de continuar la pedagogía de la inocencia, propuso la convivencia con la impureza: aceptar que la redención se construyó desplazando a otros, que la fuerza no brotó de la necesidad sino de una decisión política, y que la tierra no es únicamente herencia, sino también responsabilidad.
En esa inversión se encontraba el verdadero escándalo: no porque reconocer la impureza amenazara la existencia del Estado, sino porque amenazaba la manera en que ese Estado se había narrado a sí mismo. La identidad dejaba de ser un límite trazado contra el otro para convertirse en una conciencia que debía incluirlo, y la conciencia, a diferencia de la frontera, no protege: expone.
Por eso la frase de la Torá, tan repetida y tan poco atendida, adquiere aquí su filo más punzante: “Justicia, sólo justicia, para que vivas y poseas la tierra.” - Deuteronomio 16:20. La escritura no habla de derecho ancestral ni de promesa sellada fuera del tiempo; habla de una permanencia que sólo puede sostenerse si el acto de habitar no exige borrar al que habitaba antes. La tierra puede tomarse por la fuerza, pero sólo puede mantenerse si la memoria no se convierte en desierto.
El post-sionismo, entonces, no reclamó penitencia ni revisión heroica, no llamó a derribar monumentos ni a renunciar a ningún territorio. Hizo algo más leve y, al mismo tiempo, más insoportable: retiró la anestesia. Señaló que el origen estaba allí, visible, sin necesidad de juicio moral ni absolución. No para deslegitimar la existencia del país, sino para impedir que se sostuviera en una forma de olvido que, tarde o temprano, se vuelve violencia nuevamente… Gaza y Cisjordania.
No era una enmienda. Era una reintroducción de la memoria. Y la memoria, cuando regresa al lugar del origen, no busca culpables. Busca testigos.
Epílogo: La Guerra entre la Memoria y la Muralla
“No existe acuerdo posible con los árabes. Sólo una muralla de hierro de fuerza judía podrá obligarlos a aceptarnos.”
—Ze’ev Jabotinsky, La Muralla de Hierro , 1923
“No pervertirás el derecho del extranjero ni del huérfano.”
—Deuteronomio 24:17
La muralla prometida por Jabotinsky no era únicamente defensiva; era un dispositivo de percepción. No se trataba sólo de impedir el ingreso de ejércitos enemigos, sino de impedir que la memoria del otro ingresara en la autodefinición nacional. La muralla debía separar cuerpos, sí, pero sobre todo debía separar relatos: debía resguardar la pureza del origen, la limpieza de la causa, la legitimidad sin sombra. La seguridad fue el nombre político de esa operación moral.
Cuando los Nuevos Historiadores abrieron los archivos, la muralla no cayó: se transparentó. Y una muralla transparente ya no protege; revela. Revela no sólo lo que fue hecho, sino lo que fue silenciado para que pudiera ser hecho. El Estado pudo tolerar la verdad mientras permaneció como rumor, como disputa académica marginal; cuando tomó la forma de evidencia verificable, la respuesta no fue refutación, sino acusación moral. Fue entonces cuando reapareció la frase que se ha convertido en signo de frontera: “judío que se odia a sí mismo”. La fórmula no busca nombrar una traición; busca impedir un recuerdo.
El silencio que rodeó la Nakba resurge hoy en otras geografías y con otros métodos. La devastación en Gaza no es un desprendimiento accidental o de venganza frente a los antentados terroristas de Hamas de octubre del 2023 , tampoco es una reacción trágica: es la continuidad de un proyecto que no puede permitir que el expulsado tenga historia, pertenencia o nombre. Del mismo modo, la violencia cotidiana de los colonos armados en Cisjordania —amparada por la indiferencia burocrática del Estado y la complicidad activa del ejército— no es un desvío extremista, sino la expresión territorial de una identidad que sigue necesitando exclusiones para sostenerse a sí misma.
Los jóvenes colonos que patrullan las alturas y queman aldeas palestinas no se conciben como agresores, sino como restauradores de algo que creen originario. Y, en la lógica que se les ha enseñado, lo originario no es la tierra, sino la pureza. De allí que la misma acción reciba nombres opuestos según quién la ejecute: cuando la realiza el colono, es defensa; cuando la realiza el palestino, es terrorismo. El muro no separa espacios: separa vocabularios.
La batalla política de nuestro tiempo no ocurre en Gaza ni en Ramala: ocurre en la memoria. En la posibilidad de decir que lo que está sucediendo ahora es la repetición de lo que fue, no su excepción. En la capacidad de reconocer que el enemigo no es el otro, sino aquello que el proyecto fundacional no se permitió recordar.
Porque reconocer la impureza no destruye la nación. Destruye la forma en que la nación se nombra a sí misma.
La historia no exige penitencia, ni renuncia, ni reparación inmediata. Exige algo más insoportable: ver el origen sin anestesia. No como condena, sino como condición para permanecer.
La muralla continúa en pie. La grieta, también.
Y es ahí —en esa respiración entre dos formas de recordar— donde se decidirá el futuro del país: entre quienes necesitan olvidar para existir y quienes saben que sólo es posible vivir si se recuerda.


