Capitalismo, Socialismo y Libre Mercado
Instrucciones de uso para quienes nunca las pedirán
La paradoja fundacional
En el debate público latinoamericano y español existen personajes que no necesitan una biografía, sino un instructivo. No porque encarnen ideas novedosas —hace tiempo renunciaron a esa ambición— sino porque repiten, con la devoción de un rezo, nociones incompletas sobre economía, libertad y Estado. El liberbobo, una derivada del “millonario en pausa”, pertenece a esa estirpe: creyente vocacional del mercado que jamás ha estudiado un mercado y polemista que confía más en la épica de un eslogan que en la evidencia de un balance.
La escena fundacional ocurrió hace poco. Un querido nuevo amigo del ambiente bursátil latinoamericano —ese entorno donde circulan operadores sin fondos, analistas que recitan Bloomberg como salmos, evangelistas del libre mercado aficionados a saltarse las reglas y emprendedores sin emprendimientos— decidió enviarme un video de TikTok para “educarme” sobre las virtudes del capitalismo. Dos jóvenes, seguros de su didáctica, explicaban que el mercado era sinónimo de capitalismo, que la intervención estatal equivalía a socialismo y que Cuba, Nicaragua o Venezuela bastaban para demostrar la superioridad de un sistema sobre otro.
La narrativa era reconocible: el mismo repertorio que se oye en charlas TED de segunda categoría, en foros de Endeavor o en encuentros de “growth” donde se habla de “negocios” sin hablar jamás de economía. Lo único distinto —y el video lo subrayaba sin querer— era el contraste sociológico entre apariencia, color de piel, entonación y aspiración: una línea que en México podría trazarse de Tepito a Lomas. El libre mercado como promesa de movilidad; el capitalismo como promesa de ingreso; el socialismo como fantasma identitario. Una pedagogía improvisada que explicaba menos los sistemas económicos que las inseguridades de quienes los invocaban.
En esa escena está el germen del liberbobo: alguien que no defiende ideas, sino identidades. Que no discute modelos, sino pertenencias simbólicas. Que se refugia en categorías abstractas para explicar realidades que nunca ha estudiado. Su convicción descansa en un mundo imaginario donde la mano invisible produce armonía, la desigualdad es mérito y el Estado sirve únicamente para estorbar. Pero basta observar su vida cotidiana para advertir la fractura que lo estructura: depende, precisamente, de todo aquello que desprecia.
El estudiante eternamente becado que denuncia “al burócrata”; el emprendedor endeudado que exige libertad absoluta mientras pide créditos blandos; el profesional que ensalza el mercado y, al mismo tiempo, solicita protección estatal. El liberbobo no busca un mercado libre: busca un insertarse y ascender sociablemente en un mercado donde él nunca asume el costo.
Por eso conviene aclarar, antes de avanzar, que capitalismo, socialismo y libre mercado no son tótems identitarios, sino arquitecturas complejas. El liberbobo confunde capitalismo con moralidad, socialismo con pereza y libre mercado con anarquía feliz. Su problema no es ideológico: es semántico. Lo que necesita no es debate, sino ensamblaje.
Ese es el propósito de estas líneas: ordenar lo que el liberbobo repite sin comprender. Explicar qué eran realmente los sistemas puros, cuál fue la ambición tatcheriana, por qué Trump desmiente el dogma que proclama y cómo China opera un modelo que pulveriza cualquier fantasía doctrinaria. No para persuadirlo —tarea inútil— sino para ofrecer un mapa del extravío ajeno. Porque, a veces, la única forma de entender una época es observar la seguridad con la que se difunden sus errores.
Los sistemas puros: una zoología imaginaria
Una vez despejada la niebla retórica del liberbobo, conviene adentrarse en la materia prima de su confusión: los sistemas económicos tal como existen en su cabeza. No como funcionan en la realidad, sino como él los imagina en su pequeño museo conceptual, donde capitalismo, socialismo y libre mercado se exhiben como especies puras, incontaminadas, perfectas. Tres vitrinas que nunca existieron, pero que él visita con la devoción de un acólito.
1. Capitalismo: el mecanismo que nunca leyó
Para el liberbobo, el capitalismo es algo más que un sistema económico: es una moral. Una épica del esfuerzo, la autonomía y la recompensa. En su versión más rudimentaria, el capitalismo se resume en una sentencia: “Cada quien obtiene lo que merece.”
Pero el capitalismo real, el que describieron Smith y Ricardo —y que Friedman reinterpretó un siglo después— no se sostiene en virtudes personales, sino en propiedad privada, acumulación de capital y competencia imperfecta. Es un mecanismo extraordinario para generar riqueza… y para concentrarla. Requiere innovación, pero también regulación, arbitraje, instituciones que fijen límites y, sobre todo, un Estado que haga cumplir contratos y proteja derechos. El liberbobo, sin embargo, se queda con la postal: confunde el capitalismo con la meritocracia, como si el capital —no el mérito— no fuera el verdadero protagonista.
2. Socialismo: el fantasma que necesita
El socialismo, en la imaginación del liberbobo, es un espantapájaros útil. No lo estudia, lo invoca; no lo analiza, lo señala. Es el lugar simbólico donde deposita todo lo que teme: burocracia, improductividad, colas, escasez y, sobre todo, el recordatorio incómodo de su propia incapacidad para llegar a fin de mes. En su forma ideal, el socialismo propone propiedad común de los medios de producción y una planificación central para distribuir riqueza y organizar el trabajo.
Un modelo que aspira a la igualdad, pero que tropieza con la complejidad humana y con los incentivos que cualquier sistema necesita para funcionar. Sin embargo, el socialismo no es, en realidad, el gran protagonista de la vida del liberbobo: es su excusa. Lo menciona para evitar pensar. Lo necesita para afirmar su identidad capitalista del mismo modo en que algunos creyentes necesitan al demonio para justificar su fe. Y lo curioso es que, en la práctica, disfruta de beneficios que sólo existen porque el Estado opera —parcialmente— con lógicas que no son capitalistas: salud pública, educación, infraestructura, estabilización macroeconómica. El liberbobo odia lo mismo que lo sostiene.
3. Libre mercado: la utopía más estatal de todas
La tercera vitrina de la zoología es la más curiosa: el libre mercado. El liberbobo lo imagina como una fiesta sin adultos: millones de agentes racionales, todos informados, todos compitiendo, todos ganando.
Pero el libre mercado, como ideal, sólo puede existir si el Estado interviene activamente para mantenerlo libre: evitando monopolios, regulando industrias estratégicas, sancionando abusos, administrando riesgos sistémicos. El mercado no se autorregula: se desborda. Y cuando eso ocurre, es el Estado el que lo recoge del suelo, como quedó demostrado en cada crisis financiera desde 1929 hasta Silicon Valley Bank. El liberbobo, sin embargo, confunde libertad con ausencia de reglas. No entiende que un mercado sin árbitros es simplemente una selva donde sobrevive el que tiene más capital, no el que tiene más talento.
La revelación incómoda
La zoología económica del liberbobo es, en el fondo, un ejercicio de nostalgia por sistemas que nunca existieron. En la realidad, ninguna economía moderna es capitalista pura, socialista pura o de libre mercado puro. Todas son mezclas, compromisos, arquitecturas híbridas destinadas a equilibrar crecimiento, estabilidad y poder político y económico.
Esa complejidad no cabe en los videos que él consume. Por eso, frente a la mínima dificultad, prefiere refugiarse en un mantra: “El Estado es el problema.” La evidencia, incómoda como siempre, señala otra cosa: incluso las economías que él más admira —Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Corea del Sur y mucho más Singapur— han prosperado gracias a intervenciones masivas del Estado, subsidios ocultos, planificación estratégica y regulación robusta.
Pero esa es la puerta que abre el capítulo siguiente: la fantasía tatcheriana, y el error monumental de quienes creen que Thatcher predicó la desaparición del Estado, cuando en realidad predicó algo más incómodo: su disciplina.
La fantasía tatcheriana
En el imaginario del liberbobo hay figuras tutelares que operan como dogmas ambulantes. Thatcher es una de ellas. No por lo que hizo, sino por lo que él cree que hizo. En su liturgia personal, la Dama de Hierro aparece como la encarnación del Estado reducido a cenizas, la heroína que liberó al individuo del Leviatán burocrático y abrió las compuertas de un mercado autosuficiente. Una postal de épica minimalista que jamás existió fuera de los PowerPoints motivacionales.
La Thatcher real era menos amable. No vino a desaparecer el Estado, sino a restituirle autoridad; no vino a liberar mercados, sino a subordinarlos a una nueva jerarquía. El recorte —ese fetiche que el liberbobo repite con la devoción de un aforismo barato— no fue un gesto ideológico, sino un movimiento táctico. Había que amputar para que el cuerpo recuperara control. Había que retirar gasto, subsidios y privilegios para recentrar el poder político en un solo sitio: el gobierno.
El mercado, en esa arquitectura, era un bisturí, no un credo. Un instrumento, no una plegaria libertaria. Thatcher no lo veneraba: lo utilizó con la frialdad de quien opera para restaurar un orden, no para liberarlo. Su intervención no buscaba producir un ecosistema competitivo, sino desarticular los contrapesos que impedían que el poder —económico y político— volviera a concentrarse en las manos correctas. No creía en la espontaneidad del orden —como repite el discípulo atolondrado— sino en la necesidad de disciplinar. Sabía que un mercado sin árbitro ni castigo no genera competencia, sino captura; pero lo que a ella realmente le preocupaba no era la captura, sino quién capturaba. Su proyecto no fue el libre mercado, sino la restauración conservadora: desarmar sindicatos, recentralizar autoridad, despejar el camino para que el capital más grande hiciera lo que siempre hace cuando se le libera el paso. No fue un experimento: fue una operación de poder envuelta en retórica económica.
Es aquí donde el liberbobo se extravía con una inocencia conmovedora. Escucha la palabra “recorte” y la confunde con “desaparición”. Escucha “privatización” y asume “desregulación”. Mira a Thatcher como si hubiera querido evaporar la infraestructura estatal, cuando su proyecto tenía un objetivo mucho menos romántico: reconstruir la capacidad del Estado para imponer disciplina en un país que la había perdido. La libertad —palabra que el liberbobo pronuncia con brillo en los ojos— no era para ella un fin: era un método para desplazar poder.
Basta revisar el legado para que caiga el decorado. Bajo su conducción, el aparato coercitivo se fortaleció; la capacidad regulatoria se expandió; el control fiscal se volvió intransigente; el Reino Unido redibujó su economía, no para soltar amarras, sino para afirmarlas en un nuevo orden. La supuesta revolución libertaria fue, en realidad, una revolución del Estado. Más compacto, más severo, más preciso, más dispuesto a intervenir cuando la estabilidad lo exigía.
Esa lectura —compleja, contradictoria, incómoda— nunca llega al liberbobo. Su versión es la infantil: una Thatcher que predicaba la abstinencia estatal como receta universal. Una Thatcher de merchandising, reducida a frases que jamás pronunció, a dogmas que jamás sostuvo. Una Thatcher que, al ver el mundo que el liberbobo propone, se hubiera llevado la mano a la frente con el cansancio de una institutriz.
La ironía final es que el planeta que él imagina “tatcheriano” es exactamente el contrario. Estados Unidos sostiene su liderazgo a base de subsidios industriales, compras públicas dirigidas, política tecnológica federal; China perfecciona un capitalismo administrado con una planificación que sería la envidia de cualquier comité central ortodoxo. Ambos, antagonistas ideológicos, coinciden en algo que Thatcher entendió con claridad quirúrgica: los mercados, para funcionar, requieren un Estado capaz de ordenar. Lo demás es poesía barata.
Y sin embargo, es esa poesía —simplificada al extremo, vaciada de historia, repetida sin memoria— la que alimenta la fantasía del liberbobo. Una Thatcher que nunca existió, pero que él necesita para sostener la ilusión de que el mundo es más simple de lo que la realidad demuestra. Una Thatcher que, al pasarla por la trituradora del TikTok económico, termina convertida en una caricatura que ni sus adversarios hubieran imaginado.
La implosión contemporánea y los dos liberbobos que la habitan
Si algo termina de desmontar la zoología económica del liberbobo no es el pasado que distorsiona, sino el presente que no entiende. Basta observar a las dos potencias que moldean la economía global para advertir que los dogmas que él repite —con la seguridad del que jamás dudó— se han vuelto inservibles incluso para quienes los inventaron.
Tomemos a Estados Unidos. El fenómeno Trump —ese proteccionista que cita a Friedman sin haberlo leído— opera con una lógica que pulveriza la fantasía libertaria: subsidios industriales, aranceles, gasto público desbordado y una política económica diseñada para sostener enclaves electorales, no para respetar un manual de eficiencia. Lo que el liberbobo imagina como libre mercado es, en realidad, un capitalismo dirigido con retórica antiestatal; un keynesianismo emocional que reacciona, no que planifica. El gobierno interviene para corregir fallas que el propio gobierno provoca, y el mercado se vuelve un decorado que justifica decisiones tomadas por razones políticas antes que económicas.
El contraste con China no podría ser más claro, y a la vez más revelador. Allí, el Estado asume sin pudor la conducción económica: fija precios, orienta crédito, determina inversiones, establece prioridades tecnológicas y disciplina al capital privado. Nada se deja a la espontaneidad del mercado porque nada en China se concibe fuera del marco político del Partido Comunista. El milagro económico chino —tan admirado por analistas que jamás salieron de un aeropuerto internacional— no es el triunfo del libre mercado, sino la prueba de su domesticación.
Lo notable es que, en su distancia, Trump y China coinciden en una misma intuición: el mercado no es un orden natural, sino una herramienta de poder. Su estabilidad requiere intervención; su dinamismo, arbitraje; su expansión, vigilancia. El liberbobo, en cambio, sigue recitando consignas del siglo XIX como si las potencias actuales no hubieran entendido que el futuro exige un Estado grande, selectivo y sin miedo a intervenir cuando conviene.
Pero nada revela tanto la ruptura entre fantasía y realidad como observar a los propios liberbobos en su ambiente natural.
El primero es el libertario pobre: ese joven que proclama que “el Estado debe desaparecer” mientras vive de becas, atención médica pública, infraestructura financiada con impuestos que él nunca cubre, y programas sociales que considera “derechos” cuando lo benefician e “intervencionismo” cuando benefician a otros. Cree en el libre mercado como se cree en la lotería: una esperanza estadística que lo exonera de toda responsabilidad. Su defensa de la libertad económica es, en el fondo, una coartada para no revisar sus propias limitaciones.
El segundo es más complejo: el libertario aspirante a burgués, ese pequeño empresario o profesional que imagina que la regulación es su enemiga cuando su verdadero enemigo es la escala. Admira a Musk con fervor religioso sin advertir que Musk es, acaso, la demostración más obscena del capitalismo subsidiado: contratos públicos, créditos fiscales, rescates regulatorios, autopistas financiadas por gobiernos estatales, exenciones tributarias, arbitrajes favorables. Cree que puede competir con corporaciones globales en un mercado “libre”, cuando las corporaciones globales solo sobreviven porque jamás participan en un mercado libre. Venera a Milei, que vocifera sobre la libertad económica y al mismo tiempo regula el precio del dólar, la tasa de interés, sube impuestos y utiliza al Estado —y su identidad pública— para hacer negocios del tres por ciento.
Ambos comparten la misma ceguera: confunden identidades con sistemas, emociones con análisis, consignas con estructura. Les resulta más cómodo repetir que pensar, porque pensar implica aceptar que el mundo funciona con una lógica menos romántica y menos individualista de lo que desearían. Es el folclórico síndrome Doña Florinda: viven en una vecindad, pero se creen mejores que sus vecinos; no por lo que son ni por lo que tienen, sino por la narrativa que los sostiene.
De ahí que este manual, como cierre inevitable, posea un tono melancólico. No se escribe para convertir liberbobos en ciudadanos; se escribe para distinguir a unos de otros. El ciudadano sabe que Estado y mercado son herramientas: se diseñan, se modifican, se equilibran. El liberbobo, en cambio, los toma como banderas personales, como si defender un sistema económico equivaliera a defender una identidad. Por eso discute: no para comprender, sino para afirmarse.
Y ese es, en última instancia, el motivo por el cual este manual nunca será leído por su destinatario real. Explicarle cómo funciona el mundo implicaría pedirle que renuncie a la comodidad intelectual de su propio espejismo. El liberbobo no quiere ver; quiere creer. Y en esa distancia —esa franja mínima entre la complejidad y la consigna— se juega toda la política económica de nuestro tiempo.
PD: Dedicado, con cariño, a “El Charro”.


