Del albañil al unicornio
De Chimalhuacán a Silicon Valley
Tres dialectos de la descoordinación
Hay culturas que inventan mitologías para organizar su relación con el tiempo. México inventó el ahorita: una palabra que no es adverbio ni promesa, sino un refugio. Encierra la posibilidad de actuar y la comodidad de no hacerlo. Es una suspensión del mundo, un comodín que preserva la cortesía sin comprometer el cuerpo. Pero conviene no engañarse: esa ambigüedad no es una reliquia folclórica; es un mecanismo de supervivencia en un territorio donde casi nada depende de uno mismo.
Lo interesante es que, lejos de ser un rasgo local, el ahorita tiene primos elegantes y bien remunerados. En Silicon Valley lo llaman as soon as possible; en los barrios aspiracionales, lo traducen en cantinfleo whitexican, una sintaxis híbrida donde la vaguedad se viste con anglicismos para simular eficiencia. En todos los casos la estructura es idéntica: una frase que parece comprometer, pero que en realidad posterga; una excusa que opera como puente entre el deber y la evasión.
El ASAP corporativo no promete: difiere. Funciona como un aplazamiento con sonido de eficiencia. Es la misma lógica del ahorita, solo que en inglés y facturada en dólares. A su vez, el cantinfleo whitexican desarrolla una variante particularmente reveladora: un inglés de guerra, lleno de deliverables, follow-ups y timelines, que nunca aterrizan en acciones, fechas o condiciones de satisfacción. Es el idioma de quien confunde hablar con hacer y presentarse como ejecutivo con saber ejecutar.
Hay una razón para esta coincidencia. En cualquier sociedad —sea un taller mecánico de Chimalhuacán o un despacho legal de Sand Hill Road— las promesas están mal entendidas. Todos creen que prometer es emitir una frase. Nadie considera que una promesa es un acto: debe contener una acción, un horizonte temporal y un criterio verificable que permita saber si fue cumplida. Cuando algo de eso falta, la promesa se convierte en un ritual. Un sonido que tranquiliza al que lo pronuncia aunque no produzca nada en el mundo.
Por eso el ahorita, el ASAP y el cantinfleo whitemexican no son categorías distintas, sino tres dialectos de la misma irresponsabilidad estructural: la incapacidad de coordinar compromisos. Cuando una sociedad entera funciona así, no hay diferencia real entre el plomero que pospone la visita, el abogado de una firma con cinco letras de Sillicon Valley que promete un draft “en un momento” o la startup que jura alcanzar un objetivo técnico que ni siquiera sabe descomponer en tareas.
La élite profesional suele culpar al trabajador manual de informalidad, pero es una ilusión óptica: lo que cambia es la envoltura. El albañil dice ahorita con honestidad —porque depende de contingencias reales—; el abogado dice ASAP con suficiencia —porque aprendió a encubrir el atraso y la incompetencia con protocolo—; y el whitexican canta su cantinfleo bilingüe con la convicción de que el inglés entrega precisión por ósmosis. Ninguno promete: todos se esconden detrás de una frase.
La tesis inicial, entonces, es sencilla y brutal: las sociedades no se dividen entre las que cumplen o no cumplen, sino entre las que entienden o no entienden lo que significa prometer. El resto es decoración: acento, clase, vestimenta, tarifa por hora.
El cantinfleo como protocolo social
El cantinfleo no es un accidente lingüístico ni una extravagancia cómica: es una tecnología social. Sirve para mantener la conversación en movimiento sin que nada se mueva. Una forma de habitar el lenguaje sin comprometerse con el mundo. Cantinflas lo convirtió en arte; las clases medias lo adoptaron como método. Hablar mucho para decir poco, decir poco para no responsabilizarse de nada. La evasión como cortesía.
Con el tiempo, ese mecanismo migró de la calle al organigrama. El cantinfleo ya no pertenece al comediante que improvisa en la vecindad: pertenece al ejecutivo que improvisa en la sala de juntas. Ahí se vuelve más sofisticado. Nadie dice “no sé”, “no puedo” o “no me alcanza”. En su lugar aparecen frases que prolongan la ilusión: “estamos afinando detalles”, “justo lo revisamos ayer”, “te aviso más tarde”. La gramática del diferimiento se hace adulta. Y, como todo mecanismo de ascenso social, se vuelve un marcador de identidad.
La mutación más notable es la del cantinfleo whitexican. Un híbrido entre inseguridad y aspiración, entre la necesidad de parecer profesional y la imposibilidad de sostener esa apariencia con hechos. Es un cantinfleo con diploma, un modo de hablar que imita la eficiencia sin haberla experimentado. La fraseología se llena de palabras importadas: “voy a mapear los deliverables”, “hagamos un check-in rápido”, “alineemos expectativas”. Pero la estructura que debería sostener esos términos nunca aparece: ni entregables, ni agenda, ni expectativas definidas. Solo un idioma ornamental.
El whitexicann no miente: performa. Comunica que pertenece a una cultura laboral “moderna”, aunque su relación con el tiempo sea tan inestable como la del barrio que desprecia o incluso como la de los antiguos mexicas, cuya medición astronómica del tiempo —según la evidencia arqueológica— resultaba sorprendentemente más rigurosa que la planificación contemporánea de cualquier oficina. La diferencia es de superficie. Donde el cantinfleo tradicional trabaja con ambigüedades locales, el whitexican usa vocabulario importado para producir el mismo efecto: que nada quede fijado, que nada obligue, que todo pueda renegociarse mañana.
El resultado es paradójico. En el imaginario colectivo, el cantinfleo persiste como símbolo de desorden popular; en la práctica, es el idioma cotidiano de quienes presumen profesionalismo. Es el mismo mecanismo —la palabra para aplazar la acción— aplicado en estratos sociales distintos y con aspiraciones contrapuestas. En un caso opera como estrategia de supervivencia; en el otro, como estrategia de distinción.
Pero la función es idéntica: evitar el acto de prometer. No porque exista mala fe, sino porque prometer —de verdad prometer— implica exponerse. Una promesa delimita lo que uno hará, cuándo lo hará y cómo se sabrá que lo hizo. Cantinflear, en cambio, permite mantenerse en el terreno seguro de la frase sin entrar en el riesgo de la acción. Es la versión lingüística de la reserva mental: decir sin decirse.
En esa continuidad, el cantinfleo deja de ser un rasgo cultural para convertirse en un protocolo social: un mecanismo que regula la interacción sin exigir cumplimiento. Un lubricante verbal que evita el conflicto, pero también bloquea la coordinación. Mientras más se extiende, más difícil se vuelve la tarea básica de cualquier sociedad: hacer coincidir la palabra con el mundo.
La epidemia cognitiva: Prometer sin coordinar
Si uno raspa la superficie del ahorita, del ASAP y del cantinfleo whitexican, aparece una falla más profunda: la incapacidad de coordinar compromisos. No es una debilidad moral ni un rasgo psicológico. Es una ceguera cognitiva. Una forma de no ver el mecanismo que hace posible que las promesas se cumplan. La sociedad habla de “responsabilidad”, de “seriedad”, de “compromiso”, pero rara vez entiende qué implica efectivamente comprometerse.
El acto de prometer es más exigente que su sonido. Una promesa bien hecha contiene tres componentes mínimos: una acción específica, un horizonte temporal y una condición verificable de satisfacción. Prometer es, en esencia, diseñar una pequeña arquitectura entre el presente y el futuro. Una coordinación. Cuando uno dice “lo entrego mañana”, no está recitando un deseo: está configurando una serie de movimientos que deben ocurrir para que ese mañana exista.
La mayor parte de la gente ignora esa estructura. No por falta de inteligencia, sino porque nunca se enseña. El resultado es una sociedad que promete como si soplara velas. Quien dice “ahorita” presupone que la frase reemplaza al plan. Quien dice “ASAP” cree que la urgencia sustituye a la agenda. Y quien dice “déjame revisar los deliverables” piensa que el vocabulario técnico exime de definir los pasos concretos.
Esa ceguera explica escenas que se repiten con exactitud milimétrica en cualquier estrato social. El trabajador informal promete llegar “en un rato” porque no visualiza —ni controla— la secuencia que debería convertir ese rato en una acción. El abogado corporativo promete un draft “en unas horas” sin calcular la disponibilidad real del equipo que debería producirlo. Y la startup promete un MVP “en dos semanas” aunque no tenga ni el diseño, ni el backlog, ni la gente necesaria. No mienten: simplemente no coordinan.
La cultura empresarial ha aprendido a maquillar esta falla con metodologías. Scrum, Kanban, OKRs, Gantt charts: herramientas diseñadas para organizar compromisos que la gente sigue sin comprender. Muchas empresas operan como si incorporar una metodología fuera equivalente a asumir un compromiso. Es una ilusión reconfortante: el proceso como sustituto de la responsabilidad. Pero toda burocracia funciona así: promete orden sin producirlo.
Lo notable es que esta incapacidad no se limita a individuos. También afecta a instituciones enteras. Hay organizaciones que prometen proyectos que no saben construir, gobiernos que anuncian programas que no saben ejecutar, corporaciones que firman contratos que no saben cumplir. Y hay empresas que viven de esa desconexión estructural: venden plazos, venden expectativas, venden roadmaps. Cuando fallan, no corrigen el sistema: reformulan la promesa.
Ese patrón —prometer sin coordinar— es tan frecuente que deja de verse. Se normaliza. Se vuelve tejido social. Y una vez ahí, la sociedad funciona como una máquina de aplazamientos: todo se mueve hacia adelante sin que nada avance. La irresponsabilidad deja de ser una excepción y se convierte en un modo de gestión del tiempo.
La paradoja es que esta epidemia cognitiva no produce indignación mientras sus efectos se distribuyan de manera pareja. Una sociedad entera puede vivir con promesas vacías siempre y cuando nadie dependa demasiado de su cumplimiento. El problema aparece cuando el costo del incumplimiento deja de ser simbólico. Cuando el atraso afecta producción, dinero, reputación, riesgo. Entonces no basta con el ahorita, el ASAP ni el cantinfleo bilingüe: se revela la fragilidad de todo el sistema.
Porque la verdad es incómoda: el desarrollo económico, institucional y tecnológico de cualquier sociedad depende menos de su capacidad de imaginar futuros que de su capacidad de coordinar promesas. Y esa habilidad, la más básica de todas, es precisamente la que hoy está colapsada.
Mito y contramito; el trabajador informal vs. la élite profesional
La mitología nacional siempre ha sido generosa con la élite. Durante décadas, el atraso, la demora y el incumplimiento fueron atribuidos al trabajador manual: el albañil que “nunca llega a tiempo”, el electricista que promete regresar, el plomero que deja el trabajo abierto. La informalidad se narró siempre desde abajo, como si el país funcionara mal por la falta de disciplina del que vive al día. Nada más cómodo que culpar al que no puede defenderse.
Pero basta observar el funcionamiento real de las élites para advertir que el mito está invertido. La informalidad no es una patología de la periferia: es un estilo de gestión del centro. El director corporativo que presume eficiencia opera con la misma precariedad temporal que atribuye al trabajador manual, solo que revestida de formalidad. Cambia el vocabulario, no la estructura. La élite no es menos informal: es más sofisticada en su manera de ocultarlo.
El albañil dice ahorita porque depende de condiciones que no controla: el material, el proveedor, el clima, el cliente anterior. Su promesa es frágil porque su entorno es frágil. El ejecutivo corporativo, en cambio, dice ASAP aunque cuente con un equipo, un calendario y un sistema de gestión. No incurre en informalidad por necesidad, sino por hábito: porque aprendió a usar el lenguaje del profesionalismo para encubrir la ausencia de coordinación. Es una informalidad con licencia, un retraso amparado por el prestigio.
Lo que diferencia a uno del otro no es la disciplina, sino la estética. El informal popular se excusa con una palabra; el informal profesional se ampara en un procedimiento. El primero reconoce sus límites; el segundo los disfraza de agenda. En un caso, la promesa se rompe en silencio. En el otro, se rompe rodeada de correos, firmas, anexos y pretextos institucionales. Pero ambos incumplen por la misma razón: porque ninguno sabe —o puede— coordinar los elementos que vuelven real una promesa.
La sociedad, sin embargo, tolera más el incumplimiento de arriba que el de abajo. El retraso del trabajador manual se interpreta como falta de ética; el retraso del profesionista como saturación de trabajo. El mismo hecho recibe dos lecturas opuestas dependiendo de quién lo cometa. El sesgo de clase convierte un problema de coordinación en un problema moral cuando se observa desde abajo, y en un problema de agenda cuando se observa desde arriba.
Ese doble estándar tiene efectos profundos. Cuando la élite incumple, la sociedad lo absorbe como si fuera una fatalidad. Cuando el trabajador incumple, el sistema lo penaliza como si fuera una amenaza. La informalidad se distribuye de manera desigual no porque haya más irresponsabilidad en un estrato que en otro, sino porque la irresponsabilidad de arriba cuenta con un dispositivo de legitimación: el lenguaje técnico, la firma corporativa, el prestigio institucional.
Pero es el mismo fenómeno, solo que en distinto envoltorio. El albañil que promete sin poder cumplir y el ejecutivo que promete sin tener intención de cumplir están unidos por la misma falla estructural: la incapacidad de convertir una frase en un plan. Uno lo hace por precariedad. El otro, por costumbre. Y entre ambos, la sociedad entera se organiza alrededor de una ficción: que la responsabilidad se construye desde el vocabulario, no desde la coordinación del mundo.
Silicon Valley; la fábrica del ahorita premium
Silicon Valley ha construido su reputación sobre una ficción persistente: la idea de que eliminó la ineficiencia a punta de software. Su cultura presume velocidad, precisión y cumplimiento. Nada más lejos de la realidad. La industria que inventó el as soon as possible como mantra vive, en los hechos, del aplazamiento permanente. Solo que lo maquilla mejor.
La retórica del ecosistema es conocida: iteración continua, sprints, automatización, tableros que miden cada movimiento. Pero detrás de esa coreografía digital, la capacidad real de cumplir es sorprendentemente precaria. Las startups prometen funcionalidades que no saben construir, los fondos exigen reportes que no van a leer y los proveedores tecnológicos operan con la misma fragilidad temporal que cualquier taller en la periferia urbana. La diferencia es de presupuesto, no de disciplina.
Lo comprobé hace poco en una interacción con una de esas firmas jurídicas de Silicon Valley que se presentan como la encarnación del profesionalismo global. Su capacidad de pedir era impecablemente digital: flujos automatizados, formularios que llegaban antes de que uno terminara de respirar, recordatorios diseñados para hacer sentir al cliente que el proceso avanzaba. Pero al momento de mostrar competencia, el sistema se volvía analógico. La urgencia era algorítmica; la entrega, artesanal. Un despacho que operaba como si hubiera reinventado la eficiencia, mientras funcionaba con las mismas inercias que cualquier oficina administrativa latinoamericana. El ahorita con UX minimalista.
Ese contraste revela el corazón del problema. Silicon Valley no opera más rápido: opera con una estética que hace parecer rápido lo que es lento. Su ASAP es, en realidad, un mecanismo de presión unidireccional. Exige velocidad al otro, pero se reserva el derecho de incumplir sin consecuencias. Es una asimetría inherente al poder: quien pide define la urgencia; quien entrega carga con la demora. La tecnología no corrige esa desigualdad, solo la disfraza con dashboards y correos automáticos.
La industria tecnológica ha sustituido la coordinación real por una coreografía de eficiencia. Confunde automatización con cumplimiento, velocidad de solicitud con velocidad de ejecución, interfaz con competencia. Y a fuerza de repetir su propio mito, ha logrado instalar la idea de que el retraso es un problema de los demás. Silicon Valley no llega tarde: su usuario llega temprano.
Pero el patrón es idéntico al del ahorita: una promesa sin arquitectura. La startup que asegura tener un MVP en dos semanas sin equipo ni backlog. El proveedor que promete una integración “muy sencilla” sin haber leído la documentación. El despacho que promete un draft “antes del final del día” y aparece tres días después con un PDF que evidencia que nadie lo revisó. Es la misma irresponsabilidad estructural, solo que más cara, más arrogante y mejor iluminada para fotografías.
Lo que Silicon Valley consiguió fue transformar la espera en una virtud narrativa. El atraso se vuelve parte de la historia del producto, del proceso de innovación, del camino hacia el futuro. Una dilación que en cualquier otro sector se interpretaría como incompetencia, aquí se celebra como iteración. La informalidad se recicla como disrupción.
En ese sentido, Silicon Valley no destruyó el ahorita: lo globalizó.
El mundo como fábrica de promesas sin mundo
Si algo queda después de recorrer estos dialectos del incumplimiento —el ahorita resignado, el ASAP corporativo, el cantinfleo whitemexican y su versión premium en Silicon Valley— es que la irresponsabilidad no es un vicio cultural: es una arquitectura compartida. Cambia el acento, cambia el precio, cambia la envoltura, pero no cambia la lógica. La frase como sustituto de la acción. La urgencia como disfraz de la falta de método. La promesa como gesto social, no como mecanismo de coordinación.
En el fondo, nadie promete: todos enuncian. El trabajador popular lo hace con la franqueza de quien depende de lo que no controla; el ejecutivo corporativo, con la suficiencia de quien aprendió a elevar la evasión al rango de protocolo. Las élites, con el respaldo de sus instituciones; los aspiracionales, con el simulacro de un inglés que quiere funcionar como método y apenas funciona como ornamento. Y Silicon Valley, con la coreografía completa: pedir a velocidad digital y entregar a ritmo analógico.
La conclusión es menos cómoda de lo que parece. Una sociedad no se mide por su capacidad de imaginar futuros, sino por su capacidad de coordinar promesas. Y ahí, en ese territorio que no tiene glamour ni storytelling, es donde el mundo contemporáneo hace agua. Países, empresas y profesiones enteras viven instaladas en una ficción compartida: que basta con decir para que algo ocurra. Que el lenguaje crea la realidad. Que el proceso sustituye al compromiso. Que la promesa puede existir sin mundo.
La realidad, sin embargo, no admite ese truco. Las palabras no coordinan nada por sí mismas. Las urgencias sin plan no aceleran nada. Las metodologías sin comprensión no ordenan nada. La informalidad sin nombre y la informalidad con firma operan igual: como dispositivos para evitar la exposición. Todo el edificio contemporáneo —del taller al unicornio— descansa sobre esa misma falla.
Y por eso el ciclo se repite. Mientras el mercado siga siendo oligopólico, mientras la competencia sea más decorativa que real y mientras el prestigio alcance para disimular la falta de entrega, la promesa vacía puede seguir generando ingresos, legitimidad y una reputación de eficiencia que nadie verifica. Pero ese margen es contingente. Las sociedades pueden tolerar frases infladas durante años —incluso celebrarlas—, pero en algún momento el lenguaje se topa con el mundo. Y ahí se acaba el mito.


