El Bastión como Método
Por qué la izquierda no puede seguir pidiendo permiso
La izquierda extraviada en los pasillos del centro
La parábola de la promesa seductora
Hay escenas del cine político que funcionan como espejos involuntarios. En Primary Colors, cuando el candidato Jack Stanton (Travolta interpretando magistralmente a Clinton) queda atrapado por nuevas acusaciones sexuales —mientras su equipo estratégico observa, atónito, una denuncia en un programa de prime time desde un cuarto de hotel—, él se refugia en una tienda de donas Krispy Kreme, un fishbowl de vidrio que mira a la calle.
Allí, detrás de un mostrador iluminado por fluorescentes sin piedad, atiende Danny, que trabaja turnos de doce horas por 5.25 dólares. Stanton, en ese registro híbrido entre la compasión escénica y el cálculo preciso, le pregunta por su vida. Danny cuenta más de lo que debería: que lo atropellaron a los catorce, que no tenía seguro, que su pierna soldó mal, que la deuda y el dolor le dictan el ritmo de cada día.
La historia se detiene ahí: en el detalle material de la miseria que la socialdemocracia aprendió a narrar, pero no a resolver.
Desde un zoom lento y perfecto aparece, Henry Burton, el joven asesor afroamericano —idealista, brillante, escéptico, nieto de un luchador por los derechos civiles— observa la escena con distancia. Fue él quien, al conocer a Stanton, le ofreció un apretón de manos desdeñoso, símbolo perfecto del desprecio del idealista por el político profesional. Pero algo ocurre en ese fishbowl: cuando Stanton escucha, cuando encarna por un momento la promesa del progreso, Henry se conmueve. Vuelve a creer.
Al final de la secuencia, el idealista pronuncia una frase que captura la lógica profunda del progresismo seducido por el centro:
“Si dejas que un hombre así caiga, no mereces ocupar espacio en este planeta.
No lo vamos a dejar caer.”
Esa frase es la llave de esta parábola. Y es respondida por Stanton; “No lo vamos a dejar caer”.
Porque la promesa emocional —esa mezcla de ternura y voluntad política que Stanton proyecta— seduce al idealista y lo arrastra hacia un proyecto que, inevitablemente, traicionará lo que promete. En cuanto salgan de esa tienda de donas, Stanton regresará al hotel donde lo espera su equipo de estrategia y, más tarde, a los donantes, los consultores, los lobbies, los dueños del país. Allí olvidará su promesa. Porque frente a ellos, los Danny del mundo nunca entran en la ecuación.
Esa escena resume treinta años de política socialdemócrata: empatía performativa hacia abajo, obediencia disciplinada hacia arriba.
En América Latina y España, una parte del progresismo adoptó esa coreografía con fervor ingenuo. Aprendió a escuchar a la gente en los barrios, a narrar el sufrimiento, a conectar emocionalmente. Pero —igual que Stanton— dejó intacto el sistema que produce esa miseria; no confrontó a los grupos empresariales que fijan precios, ni a los fondos que capturan la renta urbana, ni a los bancos que convierten la deuda en forma de ciudadanía. Y mucho menos, en los últimos años, a las grandes tecnológicas que destruyen los negocios locales y la democracia.
Convirtió el costo de la vida en una tragedia comentada, no en una estructura negociada.
La ultraderecha aprovechó ese vacío. Mientras la izquierda afinaba su sensibilidad hacia los donantes y hacia las políticas identitarias, la derecha radical convirtió el supermercado y el arriendo en herramientas políticas: señaló al pobre más pobre como culpable, al migrante como amenaza, a la mujer subsidiada como abusadora del sistema. Y así ocultó al verdadero responsable: el poder económico que celebra la inflación como margen, la deuda como negocio y el miedo como instrumento.
La izquierda sólo podrá reconstruir poder si abandona la coreografía del fishbowl —la promesa seductora sin conflicto— y recupera la claridad moral que Henry creyó ver en Stanton.
Pero todo comienza aquí: en una tienda de donas donde la izquierda confundió empatía con estrategia y dejó la confrontación en manos de quienes lucran con el desorden social.
El costo de la vida: el mandato de la valentía frente a los abusadores
Hay un fenómeno curioso en la política contemporánea: cuando el costo de la vida se dispara, los poderosos llaman a la calma; cuando se dispara el enojo de la gente, llaman a la responsabilidad. El progresismo, siempre atento a quedar bien en ambos lados de la escalera social, suele obedecer. Con admirable disciplina, evita preguntarse quién fija los precios, quién se beneficia del endeudamiento y quién convirtió el supermercado en una cámara de tortura financiera semanal. Prefiere el reparto habitual: un comunicado, un subsidio puntual —temporal y acotado—, una apelación abstracta a la “sensibilidad social”. Y nada más.
Mientras tanto, los grupos que se benefician del desorden económico observan la escena con la tranquilidad del que está acostumbrado a dictar las reglas. Pueden darse ese lujo: saben que buena parte de la izquierda no los mencionará por nombre. La crítica al poder económico se ha vuelto un recurso literario, no un acto político. Los abusadores jamás se sienten aludidos.
1. La disonancia del partido débil
En varios países, la izquierda oficial sostiene una teoría peculiar: que el electorado aprecia la moderación incluso cuando vive en un incendio. Es una creencia conmovedora. El pequeño problema es que la realidad se comporta de otra manera: quienes pagan alquileres imposibles o intereses usurarios tienden a desconfiar de dirigentes que hablan como si la inflación fuera un fenómeno atmosférico. La izquierda, temerosa de irritar a sus benefactores corporativos, acaba produciendo una reacción adversa: no irrita a los de arriba, pero tampoco representa a los de abajo.
El resultado es un movimiento que se proclama defensor de la democracia mientras evita cualquier gesto que pudiera incomodar a los donantes de sus campañas. Una forma peculiar de combatir a las derechas y ultraderecha: sin nombrar a los financiadores de los fascistas.
2. Nombrar a los abusadores (sin temblar)
Los movimientos progresistas suelen repetir que hay que “decir la verdad al poder”. En la práctica, la verdad suele llegar edulcorada, y el poder, intacto.
La ultraderecha convierte la angustia económica en novela identitaria. Que los precios los fije un oligopolio es irrelevante: siempre es más cómodo culpar al migrante o al pobre más pobre que interrogar a los dueños de la cadena de suministros.
Las tecnológicas avanzan sobre la vida económica con la delicadeza de una retroexcavadora. Aun así, una parte del progresismo sigue creyendo que toda aplicación nueva es sinónimo de modernidad, no de impunidad.
Los fondos inmobiliarios operan con un mérito indiscutible: han logrado transformar la necesidad humana más elemental —tener un techo— en un instrumento financiero cuyos rendimientos suben cuando la gente cae. El progresismo los observa con una cautela que roza la reverencia.
Los bancos han descubierto una fórmula impecable: precarizar el salario y monetizar la precariedad. La deuda es su manera de recordarle a cada ciudadano cuánto vale realmente su libertad. A la izquierda, por alguna razón, le incomoda señalarlo.
Los empleadores que pagan sueldos incapaces de cubrir lo básico completan el cuadro. No son villanos cinematográficos; son actores cotidianos que han convertido la insuficiencia salarial en una práctica tan extendida que ya nadie la interroga. La izquierda, mientras tanto, sigue discutiendo definiciones de “empleabilidad”.
Si un dirigente no puede oponerse a quienes encarecen la vida de millones, difícilmente podrá defender los derechos de quienes la padecen. La política suele revelar su orden moral en esos silencios: no donde se habla de democracia, sino donde se calla ante quienes controlan el precio de la comida.
3. El universalismo material como acto de acusación
Hablar de salarios, vivienda, salud o energía suele presentarse como simple política social. En realidad, es algo más incómodo: una forma de señalar con precisión quirúrgica quién gana y quién pierde en el reparto económico. Cada vez que la izquierda propone un beneficio universal, desnuda a algún beneficiario oculto del sistema actual. Esa es la razón por la que tantas dirigencias prefieren hablar en voz baja: temen que la verdad se parezca demasiado a un inventario de abusos.
La ultraderecha entendió que el costo de la vida podía convertirse en un arma. La izquierda tiene que recordar que también puede ser un mapa: el de todos los actores que lucran con la precariedad. La diferencia entre una cosa y la otra es simple: una dirige el enojo hacia abajo; la otra, hacia arriba.
La valentía política no consiste en gritar más fuerte, sino en señalar más fino. Y eso empieza por nombrar a quienes se enriquecen con la vida difícil de todos los demás.
La ilusión del centro: jugar a la defensiva en terreno hostil
Hay un momento en toda campaña electoral —sobre todo en las que se definen en estudios de opinión y no en la realidad— en que los estrategas descubren su palabra favorita: moderación. La pronuncian con la solemnidad con que los sacerdotes dicen sacramento. Suponen que el votante es un animal asustadizo al que solo se le puede hablar en tonalidades pastel, con adjetivos amortiguados y promesas que no hieran a nadie importante.
El problema es que la vida cotidiana no funciona en esa gama cromática. La vida llega en notificaciones: el arriendo sube, la tarjeta revienta, el sueldo alcanza menos. Y, sin embargo, una parte de la izquierda insiste en comunicar como si habitara un parque temático, donde la inflación es como un truco de magia —algo que ocurre por arte de nada— para evitar admitir quién mueve realmente los hilos. y la precariedad una percepción psicológica que podría resolverse con pedagogía.
Esa desconexión produce un efecto políticamente letal: convierte al progresismo en un movimiento que pide disculpas antes de hablar. Disculpas a los donantes, a los editoriales, a los empresarios susceptibles y a los “expertos” que creen que cualquier conflicto es una muestra de mala educación institucional. Después de tantas disculpas, lo único que queda es una frase de tres palabras: “tenemos que dialogar”. Es la manera elegante de no hacer nada.
1. La moderación como coartada
La teoría del centro tiene un encanto peculiar: permite al político justificar su cautela como sofisticación. Quien evita pronunciarse sobre salarios o vivienda no es cobarde; es “responsable”. Quien calla sobre los abusos del sistema financiero no es timorato; es “prudente”. El lenguaje de la moderación es eficaz: transforma la renuncia en virtud.
Pero su encanto dura poco. La moderación es una estrategia que funciona únicamente para quienes ya poseen el poder o lo administran en nombre de otros. Para todos los demás, es una rendición anticipada. Es política sin consecuencias para los de arriba y sin resultados para los de abajo.
En América Latina y España, esta ilusión ha producido un paisaje familiar: partidos que proclaman principios progresistas mientras ajustan su programa político al perímetro que trazan los bancos, los fondos y los grandes medios. Un progresismo que intenta contentar a todos termina representando a nadie, salvo a aquellos que no necesitan representación.
2. El bajo retorno ideológico
En este escenario, la izquierda comete un error táctico recurrente: dispersar recursos escasos intentando conquistar territorios donde la política está diseñada para neutralizarla. Es el equivalente electoral de asediar un castillo con cucharas. Se invierte energía, tiempo, voluntarios y dinero para competir en distritos electorales que solo pueden ganarse prometiendo no hacer aquello que justifica la existencia del progresismo.
El resultado es un bajo retorno ideológico: aunque se gane un escaño, el representante queda atrapado en la moderación perpetua. Es un triunfo inútil, porque no desplaza el centro del debate; solo se acomoda a él. Y un parlamentario que no puede hablar claro sobre salarios, vivienda o impuestos es, políticamente, un funcionario con asiento reservado.
Mientras tanto, en los bastiones progresistas —donde sí existe margen para empujar cambios estructurales— las organizaciones de izquierda invierten menos de lo que deberían. Como si la política fuera un juego de prestigio donde lo arriesgado se vuelve mágico solo por ocurrir en terreno adverso. Esa vocación por lo imposible podría ser admirable si no fuera tan ineficaz.
3. El progresismo que teme al conflicto
La moderación, en el fondo, es un problema emocional: expresa el miedo persistente a nombrar adversarios. Es una política que confunde el conflicto con el fracaso y la claridad con el suicidio. Pero toda política real redistribuye poder, y redistribuir implica necesariamente crear tensiones. Los únicos actores que pueden permitirse la neutralidad son los que ya ganaron.
La derecha —moderada o extrema— lo entendió hace tiempo. No teme al conflicto porque sabe que el conflicto organiza. Nombra enemigos, incluso cuando no existen, porque entiende que el antagonismo moviliza. La izquierda, en cambio, a menudo parece empeñada en no incomodar ni siquiera a quienes la golpean. Como si su misión histórica fuera ofrecer estabilidad emocional a quienes concentran el poder económico.
4. La paradoja final
La política del centro se presenta como prudente, pero es imprudente. Se ofrece como camino seguro, pero conduce al mismo lugar una y otra vez: derrotas decorosas, victorias inútiles, alianzas que inmovilizan y programas que no dejan huella. La moderación no es un puente hacia la mayoría social: es una sala de espera donde los progresistas aguardan mientras otros definen el país.
El votante lo percibe antes que los dirigentes: sospecha instintivamente de quien habla como si viviera en un país distinto al suyo. La moderación promete calma, pero se parece demasiado a la indiferencia ante su propia vida.
La izquierda no puede ganar desde el centro porque el centro no es una posición: es un espejismo útil a quienes prefieren que nada cambie.
AOC y Mamdani: el bastión como método, no como refugio
Hay victorias políticas que se leen como accidentes y otras que, con el tiempo, revelan su arquitectura. La derrota del antiguo representante demócrata Joe Crowley en Nueva York fue presentada por el establishment del Partido Demócrata como un capricho del clima: un distrito distraído, un candidato joven, una campaña simpática. Pero lo que ocurrió fue más elemental y, por lo mismo, más inquietante para el partido: un territorio que llevaba años anestesiado descubrió que la representación también tiene fecha de vencimiento. Alexandria Ocasio-Cortez no irrumpió en un bastión progresista; lo despertó de una larga siesta en la que Crowley confundió la permanencia con la autoridad. Su caída no anunció una revolución ideológica, sino un retorno a la política en su sentido más simple: la disputa.
En estos territorios seguros —que la imaginación centrista suele reducir a un premio de consuelo— opera un fenómeno que rara vez se admite en público: la claridad política solo prospera donde no es castigada. El bastión no es una trinchera donde un progresista puede esconderse del mundo real; es el lugar donde puede actuar sin pedir disculpas. Desde allí, la conversación política ya no necesita someterse a la estética de la moderación, ese estilo neutro que convierte cualquier diagnóstico en un comentario de sobremesa. Se puede hablar con la franqueza que la vida cotidiana exige y con la estabilidad electoral que la hace posible. No es radicalidad: es supervivencia intelectual. Esa es la diferencia entre un dirigente que legisla y uno que administra silencios.
La misma lógica explica la ascensión de Zohran Mamdani. Su victoria es narrada como un triunfo moral, cuando en realidad es un síntoma: el viejo aparato partidario ya no comprende el territorio que pretende representar. Lo que el progresismo hace en estas primarias y luego en las victorias sobre los oponentes del partido republicano o los traidores del Partido Demócrata no es desplazar el centro de gravedad del partido hacia la izquierda; es corregir un desfase. Allí donde el barón local habla como si aún gobernara un país imaginario, el candidato insurgente habla del que existe. La diferencia puede parecer mínima, pero en política es suficiente para cambiar el sentido del poder. El barón conserva los rituales; su adversario, la época.
Desde fuera, la influencia de estos dirigentes suele ser subestimada porque se cuenta en votos. Desde dentro, el efecto es otro: un representante con claridad en un bastión seguro altera el debate nacional con más eficacia que una decena de moderados cuya única habilidad consiste en evitar ofender a los donantes. El poder legislativo se reparte por bancas; el poder político, por densidad. Y la densidad no proviene del número, sino del tipo de mandato. AOC y Mamdani no representan la extravagancia de una franja joven del electorado: representan la libertad que da un territorio donde las ideas no necesitan disfrazarse para sobrevivir.
Nada de esto debería sorprender. Los procesos políticos decisivos —en la izquierda y en la derecha— no comenzaron en los lugares donde había que convencer a todo el mundo, sino en los lugares donde se podía avanzar sin pedir permiso. Los abolicionistas organizaron su fuerza en enclaves seguros antes de volverla nacional. El New Deal se sostuvo en centros urbanos donde el sindicalismo era mayoría práctica, no metáfora moral. Incluso la derecha contemporánea, tan orgullosa de su pragmatismo, construyó su radicalización desde los distritos republicanos más homogéneos, no desde los suburbios indecisos. El mito de que el centro define la política solo lo cree quien vive de administrarlo.
El progresismo, en cambio, insiste en una especie de pudor estratégico: teme parecer demasiado seguro de sí mismo en los únicos territorios donde podría aplicar su programa sin mutilarlo. Deja intactos sus bastiones, como si temiera comprobar que allí donde tiene todo para ganar también tiene todo para demostrar. Y mientras tanto, exige a sus cuadros que conquisten el tipo de distritos donde la moderación no es una táctica, sino un chantaje.
La verdadera lección es menos épica y más incómoda. El bastión no protege una identidad; la obliga. No es un refugio contra la adversidad política; es el lugar donde el progresismo decide si quiere tener una estructura o seguir confiando en la épica ocasional. Desde allí no se aspira a conquistar el centro: se aspira a arrastrarlo. Y eso requiere una claridad que no se negocia y una valentía que no se improvisa.
España y América Latina: cómo se traduce un bastión en sistemas sin bastiones
Lo que ocurrió con AOC o Mamdani no es un exotismo del Bronx ni una excentricidad de Queens: es la versión norteamericana de algo que se repite, con acentos distintos, en Ciudad de México, Santiago, Buenos Aires o Barcelona cada vez que un territorio deja de resignarse a la administración rutinaria. En México, por ejemplo, varias alcaldías de la capital han funcionado como ensayos de bastión sin que nadie lo diga en voz alta: en Iztapalapa, el dominio continuado de una misma corriente política no se explica sólo por inercia partidaria, sino por la construcción de una red territorial que reparte agua, regulariza colonias y organiza clientelas, sí, pero también expectativas. En la Gustavo A. Madero o en Tlalpan, cuando se han intentado políticas de movilidad, presupuesto participativo o programas de seguridad de proximidad, no ha sido porque la federación tuviera una súbita iluminación, sino porque el margen de maniobra estaba en lo local. En esos espacios, el votante no discute abstracciones sobre “la Nación”, sino si el delegado, el alcalde o la jefa de gobierno usan ese bastión para algo más que conservarlo.
En Chile, la serie es igual de reconocible: Maipú, Viña del Mar o La Pintana con sus respectivos experimentos de salud primaria, vivienda o reordenamiento del espacio público. No son meras anécdotas municipales: son pruebas de que, allí donde la izquierda logra un territorio suficientemente consolidado, puede desplegar políticas que en el Congreso serían mutiladas en nombre del consenso. En Argentina, la lógica del conurbano bonaerense ofrece la misma escena con otros decorados: intendentes que, en medio de la oscilación nacional entre macrismo, kirchnerismo y variantes intermedias, convirtieron sus municipios en laboratorios de gestión —iluminación, cloacas, centros de salud, policía local— y construyeron una autoridad que no depende del humor de la Casa Rosada. Y en España, Barcelona bajo Ada Colau mostró hasta qué punto un bastión puede reescribir el vocabulario de la ciudad —turismo, vivienda, espacio público— de manera tan profunda que, incluso tras perder la alcaldía, buena parte de esa gramática persiste. En todos esos casos, como en el Bronx o en Queens, la constante es la misma: allí donde el progresismo dejó de tratar el territorio como una mera cuota de poder y empezó a usarlo como plataforma, el bastión dejó de ser refugio y se volvió método.
Y es precisamente ese método —esa combinación de claridad, enclave y disciplina— lo que la izquierda continental debe comprender antes de pretender disputar el centro.
La tentación de descartar la experiencia norteamericana ha sido siempre fuerte en Europa y América Latina. Allí, dicen algunos, no hay distritos seguros; aquí todo se decide por coaliciones, pactos, segundas vueltas, umbrales electorales y mesas de negociación. Es una objeción respetable… si no fuera falsa. El hecho de que el sistema institucional sea distinto no elimina la geografía del poder: sólo la disimula. En España, en Chile, en Argentina o en México, los bastiones existen bajo otros nombres: alcaldías, intendencias, comunidades autónomas, gobernadores, enclaves sindicales, redes territoriales que sobreviven a los gobiernos y que, con una mezcla de obstinación y destino, condicionan al resto del país.
Lo que demuestra el mapa político iberoamericano de las últimas dos décadas es que la izquierda moderna ha confundido la pluralidad con la dispersión. Ha creído que su fuerza se juega en el Parlamento cuando, en realidad, se juega antes; en esos territorios donde el costo de gobernar es menor que el costo de moderarse. En Barcelona, antes de volverse símbolo internacional, Barcelona en Comú fue un experimento vecinal sostenido en barrios concretos: Gràcia, Ciutat Vella, Sant Martí. No fue el resultado de una estrategia nacional, sino de una geografía muy precisa. En Chile, la historia es aún más evidente: el Frente Amplio llegó al poder sin haber conquistado el país, pero habiendo consolidado Valparaíso y ciertas comunas del Gran Santiago como espacios donde podía gobernar sin someter su agenda al chantaje de la moderación.. En Argentina, los municipios del conurbano funcionan desde hace décadas como enclaves donde un intendente puede hacer más transformaciones que un ministro: la política argentina real siempre empieza en un territorio de seis por seis cuadras, no en las avenidas donde se anuncian las coaliciones. Y en México, donde el presidencialismo intoxica todo, los movimientos más duraderos —desde el zapatismo hasta Morena— no nacieron en el Zócalo, sino en Chiapas, Tabasco, Tlalpan o Iztapalapa; geografías donde la izquierda pudo hablar sin pedir perdón.
Lo que estos casos tienen en común es una verdad incómoda: el progresismo solo puede construir un proyecto nacional cuando antes se toma en serio su propia cartografía. No hay claridad ideológica sin territorio que la sostenga, igual que no hay hegemonía sin un ecosistema donde esa hegemonía pueda ensayarse antes de imponerse. La derecha lo entendió en silencio —los municipios madrileños que anticiparon a Ayuso, los bastiones antioqueños que incubaron el uribismo, los municipios agrícolas del Bajío que sostienen a la derecha mexicana— mientras la izquierda se debatía entre la amplitud programática y el respeto por una institucionalidad que rara vez la respeta de vuelta. Y sin embargo, la verdadera diferencia no es moral: es geométrica. Una fuerza que controla un fragmento de territorio controla una forma de habla. Quien habla desde un lugar seguro desplaza el centro sin necesidad de nombrarlo.
Por eso la traducción del “bastión” norteamericano no consiste en imitar a AOC o a Mamdani, sino en comprender el mecanismo que los vuelve posibles. En España, eso implica entender que una comunidad autónoma puede definir más política social que un Congreso fragmentado. En Chile, que una alcaldía progresista puede reorganizar la vida urbana más rápido que un gobierno que negocia su propia supervivencia. En Argentina, que un intendente que controla la seguridad, la salud y la obra pública produce más realidad que un candidato presidencial que pasa seis meses explicando por qué no puede hacer nada. En México, que un bastión territorial —sea urbano o rural— vale más que un escaño en San Lázaro: porque en el Congreso se negocia; en el territorio se define.
La izquierda que aspira a transformar países enteros necesita un territorio donde pueda hablar sin disfraz. Los progresistas norteamericanos lo encontraron en sus distritos; los iberoamericanos deben encontrarlo en sus ciudades, municipios, comunas y regiones. La moderación, en estos sistemas, funciona como un impuesto al pensamiento: obliga a neutralizar cada argumento para no irritar a aliados circunstanciales. El bastión, en cambio, devuelve algo que la política moderna ha perdido: un espacio donde una idea puede desarrollarse sin entrar a concurso de popularidad.
Al final, la geografía del progresismo en América Latina y España permite la misma conclusión que en Estados Unidos, expresada con otros contornos: las ideas no avanzan hacia el centro; lo arrastran. Pero para arrastrarlo necesitan un punto fijo. Ese punto —esa plaza, esa comuna, ese municipio, esa región— es el bastión. No es un privilegio territorial ni una rareza institucional. Es el único lugar desde el cual el progresismo puede dejar de adaptarse al país y empezar a modelarlo.
El punto fijo desde donde se mueve un país
La política contemporánea ha sofisticado el arte de la excusa. Cuando la izquierda pierde, atribuye la derrota a la ferocidad de la derecha; cuando gana, la atribuye al azar. Nunca al mapa que eligió ni al terreno que descartó. Pero la evidencia —en Nueva York, Barcelona, Valparaíso, La Matanza, Ciudad de México— señala en otra dirección: los movimientos que perduran no nacen en el centro, sino en ese fragmento de territorio donde la claridad no requiere permiso.
Hay un detalle casi humillante que los progresismos prefieren no mirar de frente: las grandes transformaciones del último medio siglo no se originaron en coaliciones amplias ni en mesas de diálogo, sino en lugares geográficos muy concretos, casi siempre subestimados por quienes se aferran al prestigio del moderado. El centro no se conquista: se reescribe desde un borde suficientemente firme como para que el resto del país deba tomarlo en cuenta. Un bastión no es un refugio sentimental, ni una anomalía electoral, ni una comodidad para militantes. Es el punto fijo que permite mover el tablero entero. Lo sabían los abolicionistas, los sindicalistas del New Deal, los municipalistas españoles, los intendentes del conurbano, los insurgentes chilenos, los enclaves mexicanos que construyen Estado allí donde el Estado olvidó construirlo.
La izquierda que siga creyendo que la moderación es una estrategia descubrirá, una y otra vez, que el centro siempre pertenece al adversario. La izquierda que entienda que su fuerza nace de un territorio —no de una promesa, no de una encuesta, no de una moderación heredada— tendrá algo que ofrecer más allá de la supervivencia. Porque un país no cambia cuando todos están de acuerdo: cambia cuando alguien, en un punto preciso del mapa, deja de pedir permiso y empieza a gobernar.
El progresismo no necesita discursos más audaces ni campañas más creativas. Necesita un lugar propio donde el conflicto no sea un accidente, sino un método. Un territorio desde el cual hablar sin traducirse y gobernar sin disculparse. Cuando ese lugar existe, el centro ya no es un destino incierto: es una consecuencia.
Y quizás allí —en esa claridad que tarda décadas en aparecer pero se reconoce al instante— la izquierda pueda dejar atrás al candidato del fishbowl, ese que promete compasión en la tienda de donas para olvidarla en el hotel. Y en su lugar, construir algo más simple y más difícil: un poder que no seduce, sino que transforma.


