El Costo de la Vida
Las identidades, el desarme del conflicto social y la eficacia política del miedo
A pocas horas de que mi país vuelva a enfrentarse a una elección presidencial, con un candidato reiterado, intelectualmente precario —por decirlo con cortesía—, de ultraderecha explícita, reivindicador de la dictadura y portador de una tradición ultraconservadora que parecía archivada en la historia, la pregunta ya no es quién puede ganar mañana. La pregunta incómoda, la única relevante, es otra: cómo llegamos hasta aquí.
No se trata de una anomalía electoral ni de un desliz momentáneo del electorado. Es el resultado acumulado de una transformación más profunda, silenciosa y persistente: el encarecimiento sostenido de la vida, la erosión cotidiana del ingreso y la sensación —cada vez más extendida— de que trabajar, cumplir y hacer las cosas “bien” ya no garantiza estabilidad, ni progreso, ni siquiera previsibilidad. En ese terreno fértil, donde el costo de vivir se vuelve una experiencia política antes que económica, prosperan las respuestas simples, los discursos de fuerza y las nostalgias autoritarias.
El abandono del sujeto: cuando la izquierda dejó de hablar de trabajo
El desplazamiento no fue abrupto ni traumático. No hubo un congreso fundacional ni una autocrítica solemne. La izquierda simplemente dejó de hablar del trabajo como si fuera un idioma antiguo, incómodo, cargado de resonancias industriales que ya no encajaban en el nuevo paisaje urbano, universitario y mediático. El obrero dejó de ser sujeto para convertirse en referencia histórica; la clase trabajadora pasó de actor político a vestigio narrativo. El cambio fue silencioso, pero sus consecuencias fueron estructurales.
Durante décadas, el conflicto capital–trabajo organizó la lectura del mundo. No como dogma ni como catecismo ideológico, sino como eje ordenador: permitía identificar intereses, construir alianzas y reconocer adversarios. Cuando ese eje empezó a ser percibido como insuficiente —o, peor aún, como políticamente incorrecto— fue reemplazado por una constelación de identidades fragmentadas: pueblos originarios, identidades sexuales, minorías culturales. Cada una con su propia demanda, su propio lenguaje y marco moral.
El problema no fue la ampliación del repertorio de luchas, sino el desplazamiento del conflicto material por la administración simbólica de las diferencias. Allí donde antes había una disputa por la distribución del ingreso, el poder y el trabajo, comenzó a instalarse una política de reconocimiento que multiplicó “visibilidades” pero debilitó la capacidad de presión colectiva. Daniel Bernabé ha sido particularmente incisivo al señalar que las llamadas “políticas de la diversidad” no emergen como una respuesta emancipadora a la crisis del sujeto obrero, ni como la sofisticación teórica que Ernesto Laclau imaginó al proponer la construcción discursiva de un nuevo “pueblo”. Emergen, más bien, como su continuidad funcional invertida: una traducción progresista —y políticamente aceptable— de la intuición tatcheriana más eficaz. La sociedad es desigual, pero somos libres de ser diferentes. Diferentes en identidad, en estilo, en relato. No iguales en condiciones materiales.
Ese giro tuvo un efecto inmediato y uno de largo plazo. El inmediato fue el desarme del conflicto colectivo. Al fragmentar la identidad, se fragmentó también la capacidad de presión. Los sindicatos dejaron de ser el centro incómodo de la política para convertirse en un actor lateral, a veces incluso sospechoso. El de largo plazo fue más profundo: se erosionó la posibilidad misma de que amplios sectores sociales se reconocieran como parte de un mismo bloque material, con intereses comunes y adversarios identificables.
Mientras la nueva izquierda se entregaba a la tarea de articular relatos, el capital avanzaba sin necesidad de discurso. No necesitó ganar el debate cultural: reorganizó el trabajo, precarizó el ingreso, tercerizó el riesgo y trasladó la incertidumbre al individuo. El conflicto dejó de expresarse en fábricas y mesas de negociación colectiva para instalarse en la vida cotidiana: en horarios extendidos, contratos inestables y salarios que ya no alcanzan. La política discutía identidades; la economía reorganizaba la existencia.
El caso de Podemos en España no fue una anomalía ni un error táctico aislado. Fue el ejemplo más acabado de una lógica compartida: alta densidad discursiva, baja capacidad de transformación material. Mucha construcción simbólica del “pueblo”, poca alteración de las relaciones estructurales que definen quién paga el costo del ajuste y quién captura la renta. No es una crítica moral. Es una constatación política.
Así, la izquierda fue perdiendo no solo a su sujeto histórico, sino también el terreno desde el cual podía disputar hegemonía en términos gramscianos. Porque sin un sujeto que se reconozca como tal no hay hegemonía posible: hay apenas conversación. Y mientras la política conversaba, el capital gobernaba.
Cuantos más foros, encuentros y conversatorios proliferaron —presenciales primero, digitales después, especialmente durante la pandemia—, más se profundizó la concentración del ingreso. Ya no se trataba solo de una desigualdad anclada en el decil superior: la riqueza comenzó a concentrarse de forma cada vez más obscena en el uno por ciento. La política multiplicaba palabras; la economía afinaba el reparto.
De la política a la estética: cuando el reconocimiento reemplazó al poder
Con el vaciamiento del sujeto material, la política no quedó en silencio: cambió de registro. Allí donde antes se disputaban condiciones de trabajo, salario y tiempo, comenzó a privilegiarse el terreno de la representación. La política dejó de organizar fuerzas para pasar a administrar símbolos. No fue un giro inocente ni una simple sofisticación cultural: fue una adaptación funcional al nuevo orden económico.
La “visibilidad” ocupó el lugar que antes tenía el poder. Ser visto, ser nombrado, ser reconocido se volvió un objetivo en sí mismo. La proliferación de causas, agendas y marcos identitarios produjo una escena política densamente poblada de relatos, pero progresivamente vaciada de capacidad transformadora. El reconocimiento simbólico avanzó allí donde el conflicto material retrocedía. Y en ese desplazamiento, la política comenzó a parecerse más a una estética que a una práctica de intervención.
La nueva izquierda abrazó esa lógica con convicción. No necesariamente por cinismo, sino porque ofrecía una salida elegante a un problema real: la fragmentación social, la pérdida de centralidad del trabajo industrial, la complejidad creciente de las identidades contemporáneas. El error no fue registrar esa complejidad, sino convertirla en estrategia suficiente. El lenguaje se volvió el campo privilegiado de acción; la economía, un telón de fondo incómodo que convenía no tocar demasiado.
Ese desplazamiento se observa con particular claridad en Chile tras la revuelta de 2019. Fiel a su tradición histórica, la respuesta política no fue insurreccional sino legal–institucional. No es un detalle menor. Chile es el único caso histórico en el que se intentó, por diseño, una revolución marxistaleninista por la vía constitucional. Salvador Allende no fue una anomalía romántica, sino la expresión extrema de una cultura política que cree en la ley incluso cuando intenta subvertir el orden. La salida fue, entonces, “salvar los muebles” mediante una asamblea constituyente encargada de redactar una nueva Constitución.
El experimento fracasó. No porque la revuelta hubiera sido un asalto fallido a los cielos, ni una toma frustrada del Palacio de Invierno, ni la fantasía de una Managua tardía proyectada sobre el invierno santiaguino por sectores más febriles que organizados. Fracasó porque el proceso fue capturado por una lógica de identidades múltiples que desplazó el eje estructurante del conflicto. La disputa dejó de organizarse en torno a democracia versus dictadura, desigualdad versus concentración, trabajo versus capital, y se fragmentó en una suma de reivindicaciones simbólicas incapaces de articular un proyecto común. Allí comenzó un nuevo realineamiento político: no hacia la transformación, sino hacia la disolución del campo popular y la ruptura del eje dictadura–democracia que había ordenado la política chilena durante décadas.
En ese marco, la idea misma de hegemonía quedó reducida a una disputa narrativa. Se creyó que ganar el sentido común era, ante todo, ganar el discurso. Pero la hegemonía —como intuía Gramsci— no se sostiene solo en la persuasión: requiere anclaje material, capacidad de ordenar intereses y producir disciplina social. Sin base material, el relato flota. Y cuando flota demasiado, deja de tocar la vida real.
El contraste con el accionar del capital no fue solo brutal; fue obscenamente eficaz. Mientras la política afinaba su sensibilidad discursiva, las grandes corporaciones no necesitaban sensibilidad alguna. No hablaban: ejecutaban. Reordenaban cadenas productivas, externalizaban costos, flexibilizaban contratos y convertían la precariedad en norma sin pedir permiso ni redactar manifiestos. No buscaban reconocimiento; buscaban rentabilidad. Y la obtenían sin perder tiempo en el plano simbólico.
La estética política, en cambio, ofrecía pertenencia sin poder. Permitía identificarse, nombrarse, reconocerse, sentirse parte de algo, todo sin alterar una sola relación material de fondo. La política se transformó en un espacio de autoafirmación moral antes que de confrontación efectiva. El conflicto fue reemplazado por el gesto; la transformación, por el posicionamiento. Mucha identidad, poca capacidad de daño.
Así se consolidó una escena tan sofisticada como estéril: una política saturada de lenguaje y una economía deliberadamente despolitizada. Cuanto más refinado se volvía el discurso, más opaca quedaba la estructura que seguía decidiendo quién ganaba y quién perdía. La política discutía cómo decir; el capital decidía cómo vivir. Y mientras una se miraba al espejo, el otro avanzaba sin ser interpelado.
Consumo, crédito y disciplina: la vida financiada en cuotas
Si la política abandonó el conflicto y se refugió en la estética, el mercado se encargó de ofrecer una compensación inmediata: consumo. Desde los años noventa, el capitalismo dejó de vender únicamente bienes para empezar a vender identidad. No se trató solo de ampliar mercados, sino de reconfigurar subjetividades. La pertenencia dejó de construirse en el trabajo y pasó a construirse en el consumo.
Ese desplazamiento fue decisivo. El consumo ofreció una promesa silenciosa pero poderosa: la posibilidad de no ser lo que se es. Dejar de ser pobre “de paso”, convertirse en clase media “en tránsito”, rozar —aunque fuera fugazmente— el perímetro simbólico de la élite. No importaba que esa promesa fuera estadísticamente improbable; bastaba con que fuera imaginariamente verosímil.
Las plataformas hicieron el resto. Instagram consolidó una pedagogía de la felicidad permanente: cuerpos cuidados, viajes posibles, mesas bien servidas, rutinas sin fricción. Una vida editada donde el conflicto desaparece y la precariedad no entra en plano. LinkedIn, por su parte, ofreció una épica profesional paralela: todos emprenden, todos lideran, todos están “creciendo”, incluso cuando no hay empresa, ni capital, ni crecimiento alguno. La autopromoción reemplazó a la organización; el perfil, al colectivo.
En ese universo, nadie quiere verse como trabajador. Verse como trabajador implica aceptar un límite, una dependencia, una pertenencia incómoda. Mucho más atractivo es verse como capital en potencia, como proyecto individual en ascenso, aunque ese ascenso se financie a cómodas cuotas mensuales, con tasas que rozan —o directamente superan— el cincuenta por ciento. La conciencia de clase fue reemplazada por una expectativa personal, y la expectativa personal por una deuda.
El crédito se convirtió así en el gran disciplinador social de la época. Más eficaz que cualquier mecanismo represivo clásico. Cómodo, silencioso, mensual. Permitió sostener niveles de consumo que el ingreso ya no respaldaba y, al mismo tiempo, trasladó el conflicto del espacio público al fuero íntimo. El miedo dejó de ser al despido o al patrón y pasó a ser al banco, a la tarjeta, al vencimiento. Endeudado, el sujeto no protesta: calcula.
La desigualdad dejó entonces de vivirse como estructura y pasó a experimentarse como falla individual. Si no se llega, es porque no se hizo suficiente. Si no se asciende, es porque faltó mérito. El mercado no prometía igualdad; prometía oportunidad. Y esa promesa, incluso incumplida, resultó más persuasiva que cualquier discurso político.
En ese marco, no sorprende que haya explotados que defiendan a quienes los explotan. No por ignorancia, sino por identificación aspiracional. Defender al capital es, muchas veces, defender la fantasía de algún día ser parte de él. La política dejó de ofrecer una salida colectiva y el mercado ocupó ese vacío con una promesa individual financiada en cuotas.
Aquí el costo de la vida deja definitivamente de ser un indicador económico para convertirse en una experiencia política y moral. No es solo que todo sea más caro: es que vivir exige cada vez más esfuerzo para sostener una ficción. La ficción de que se está avanzando, de que se pertenece, de que se está más cerca de algo que casi nunca llega.
La trampa de la distinción: cuando el ascenso es casi siempre ficticio
La promesa de ascenso social no fracasa por falta de esfuerzo individual. Fracasa porque está mal formulada. No porque sea imposible mejorar ingresos, sino porque confunde movilidad económica con pertenencia social. Pierre Bourdieu lo explicó con una claridad que hoy resulta incómoda: el capital no es uno solo ni se acumula del mismo modo. El capital financiero puede crecer con relativa rapidez; el capital cultural requiere tiempo, herencia y sedimentación; el capital simbólico —el más excluyente— no se compra ni se transfiere: se concede.
Esa distinción es la que el relato aspiracional se esfuerza por borrar. Instagram y LinkedIn simulan capital simbólico con notable eficacia: imitan códigos, estéticas, lenguajes y estilos de vida. Permiten parecer sin ser. Pero la simulación no equivale a la admisión. La élite no se define solo por lo que posee, sino por lo que reconoce como propio. Y ese reconocimiento es extraordinariamente restrictivo. El dinero puede abrir puertas, pero no borra el origen ni garantiza pertenencia. La élite tolera al recién llegado; rara vez lo incorpora.
Por eso resulta tan ilustrativo —y tan difícil de aceptar— el caso de quienes acceden fortuitamente a grandes volúmenes de capital financiero. Incluso una viuda que hereda un fideicomiso millonario descubre pronto el límite: el capital simbólico no se hereda por testamento. Puede habitar los espacios, reproducir los gestos, adoptar los consumos, pero permanece en condición de invitada permanente. El ascenso económico no desarma la frontera; la confirma.
Ese mismo mecanismo se vuelve aún más visible cuando se observa un caso aparentemente opuesto. El del profesional chileno que huye de México por miedo al “populismo” no es excepcional; es revelador. No huye porque esté en riesgo una empresa que no posee, ni porque le vayan a expropiar un capital inexistente, sino porque percibe amenazado su sueño aspiracional. Lo que está en juego no es una pérdida material, sino una promesa simbólica.
Formado íntegramente en el sistema público —internado, becas, universidad estatal—, su trayectoria es el producto directo de una arquitectura redistributiva que hizo posible su movilidad. Sin embargo, su temor no se dirige al capital ni a la desigualdad efectiva que lo rodea, sino al desorden que asocia con la política. El “populismo” aparece así no como una categoría analítica, sino como una amenaza moral: el riesgo de ser devuelto al lugar del que proviene.
Escapa de México como quien huye de una falla ética, no de una estructura económica. No porque los datos lo obliguen, sino porque el relato lo interpela. Su identificación ya no es con el trabajo que lo formó, sino con una élite a la que aspira pertenecer. Defiende un orden que no lo reconoce, pero que promete —aunque sea de manera remota— no desclasarlo definitivamente.
Aquí la trampa se cierra. El origen social no desaparece con el ingreso. Puede disimularse, maquillarse, financiarse en cuotas, pero no se borra. El capital cultural tarda generaciones en consolidarse; el simbólico, todavía más. Por eso el ascenso individual, cuando ocurre, no rompe la estructura: la legitima. Produce excepciones visibles que refuerzan una regla intacta.
La consecuencia política es corrosiva. Quien se percibe en tránsito hacia la élite deja de verse como parte del trabajo. Y quien deja de verse como parte del trabajo deja de reconocer intereses comunes. Así se explica que haya profesionales precarizados que votan contra cualquier política redistributiva, trabajadores endeudados que defienden al sistema financiero y sectores populares que adhieren a discursos que prometen orden antes que justicia.
En ese punto, el costo de la vida deja de ser solo una presión económica y se convierte en un dispositivo de orden social. No solo obliga a trabajar más y endeudarse mejor: obliga a pensar distinto. A verse distinto. A no reconocerse en quienes comparten la misma fragilidad material. La política queda desarmada porque el conflicto ya no se percibe como colectivo, sino como riesgo individual.
El costo de la vida: cuando el miedo encuentra lenguaje político
Sería tentador cerrar esta historia señalando culpables con nombre y apellido. La lista es conocida: González, Blair, Lagos y, sí, incluso mi propio mentor, Flores. Una socialdemocracia que nació en los sindicatos y terminó sentada en directorios; una generación que confundió gobernabilidad con administración y modernización con privatización.
La traición existió y tuvo efectos duraderos: desarmó a la izquierda, despolitizó la economía y vació de contenido cualquier promesa redistributiva. Pero detenerse ahí sería cómodo y, sobre todo, insuficiente. No fueron los únicos responsables. El problema no es solo lo que hicieron, sino el terreno que dejaron detrás: una sociedad fragmentada, acelerada, saturada de estímulos y con una capacidad de atención reducida a la duración de un video de TikTok. En ese mundo, volver a pensar la política exclusivamente en términos de capital y trabajo no solo resulta anacrónico: resulta ininteligible.
El conflicto no desapareció; cambió de forma. Ya no se presenta como una contradicción abstracta entre clases, sino como una experiencia cotidiana, repetitiva y agotadora. Se llama costo de la vida. No llegar a fin de mes. Trabajar más para sostener lo mismo. Usar la tarjeta para pagar el supermercado. Elegir qué cuenta postergar. Vivir con la sensación permanente de estar al borde, incluso cuando se “hace todo bien”. Ese es hoy el único lenguaje material que atraviesa identidades, trayectorias y relatos aspiracionales.
Es sobre ese malestar donde la ultraderecha construye su eficacia. No ofreciendo soluciones económicas, sino asignando culpables reconocibles. El migrante, el más pobre, el beneficiario de políticas sociales, el vecino inseguro, el “otro” que parece competir por recursos escasos. Cuando la vida se encarece y el horizonte se acorta, el miedo necesita un rostro. Y la ultraderecha se especializa en ponerlo. No discute salarios ni precios: discute amenazas. No habla de concentración económica: habla de invasión, desorden, decadencia.
La inseguridad cumple ahí un papel central. No solo como fenómeno delictual real, sino como experiencia subjetiva amplificada. Inseguridad en la calle, pero también en el trabajo, en el ingreso, en el futuro. Todo se vuelve inestable. Y cuando todo es inestable, la promesa de orden —aunque sea autoritaria, aunque sea ilusoria— empieza a resultar verosímil. El miedo no necesita coherencia: necesita alivio.
El error persistente de buena parte de la política democrática ha sido leer ese desplazamiento como un problema cultural o comunicacional. Creer que se combate con pedagogía, con mejores argumentos o con campañas más empáticas. Pero el miedo no nace del discurso: nace del deterioro material. Nadie teme al migrante cuando llega a fin de mes; nadie culpa al más pobre cuando su vida es previsible. El miedo aparece cuando la vida se vuelve una suma de riesgos encadenados.
Por eso el costo de la vida es hoy el verdadero campo de disputa política. No como indicador macroeconómico, sino como experiencia compartida. Mientras la política discute valores y relatos, la ultraderecha traduce el malestar en enemigos concretos. Y lo hace con una eficacia brutal, porque habla desde donde duele.
Tal vez por eso llegamos hasta aquí. No por una conversión ideológica repentina, sino porque durante demasiado tiempo la política habló de todo, excepto de lo único que organiza hoy la vida social. El problema no es que la gente haya cambiado. El problema es que vivir se volvió demasiado caro, demasiado incierto, demasiado frágil. Y cuando la vida se vuelve insoportable, el miedo deja de ser irracional y se convierte en argumento político.


