El Hierro y la Pureza
Genealogía de la violencia
El ideal del judío nuevo
“¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.”
Génesis 4:10
El sionismo no fue únicamente un movimiento político ni un programa territorial; fue, ante todo, un proyecto de transformación antropológica. Nació de una necesidad de redención física y moral, de la aspiración a construir un cuerpo nuevo que sustituyera al judío del exilio, débil, erudito, piadoso o servil, por una figura regenerada capaz de sostener con su fuerza la legitimidad de una nación. Max Nordau llamó a ese ideal muskeljudentum: el judaísmo muscular. Bajo esa consigna, el renacimiento[1] nacional se fundía con la biología, y la pureza del cuerpo se convertía en metáfora de la pureza del Estado por venir. La redención ya no dependía de la Torá ni del Mesías, sino del esfuerzo físico, de la tierra trabajada y del combate. El sionismo debía producir un judío distinto para que el mundo creyera que también podía existir un país distinto.
Pero el precio de esa metamorfosis fue alto: el nuevo hebreo sólo podía afirmarse negando al anterior. En lugar de combatir el antisemitismo europeo, el sionismo lo interiorizó. Aceptó la imagen que el continente había fabricado del judío —como un ser parasitario, decadente, sin raíces— y decidió superarla imitando a su verdugo. Allí donde el racista europeo veía debilidad, el sionista propuso disciplina; donde veía astucia, ofreció trabajo físico; donde había dispersión, impuso frontera. El enemigo, al menos al principio, no era el árabe que ocupaba la tierra prometida, sino el propio judío de la diáspora: el rabino del gueto, el socialista del Bund, el intelectual cosmopolita, el sobreviviente del Holocausto. La fundación del Estado de Israel fue precedida por un proceso de depuración simbólica que comenzó dentro del judaísmo mismo. La nueva identidad debía surgir, como en toda mitología de fuerza, de una amputación.
El kibutz fue el escenario de esa pedagogía de la pureza. En su utopía igualitaria y agraria se mezclaban el ascetismo espartano y la ética productivista de la modernidad europea. Los pioneros no buscaban solo cultivar la tierra, sino regenerarse moralmente a través del trabajo físico, reemplazando la espiritualidad del estudio por la obediencia de la acción. El arado y el fusil eran los instrumentos de esa redención muscular. “El sudor purifica más que el Talmud”, repetían algunos líderes juveniles. La figura del judío erudito —que sobrevivía por el ingenio y la palabra— debía ceder paso al hombre que se redimía por el esfuerzo. Así, el sionismo se convirtió en una ética de la dureza, una religión sin misericordia donde la fragilidad equivalía a culpa.
Fue en ese clima moral que, en 1924, Jacob Israël de Haan cayó asesinado en una calle de Jerusalén. Era un poeta neerlandés, devoto y antisionista, que había intentado negociar con árabes y ultraortodoxos para evitar la imposición de un Estado judío sobre una tierra compartida. Su ejecución, ordenada por miembros de la Haganá, el brazo armado del Yishuv laborista, fue presentada como un acto de defensa política, pero en realidad constituyó un ritual de purificación. De Haan no representaba una amenaza militar: representaba una herejía moral. Era el judío del diálogo, el que todavía creía en la convivencia, el que encarnaba la debilidad que el nuevo ideal necesitaba extirpar. La primera bala del movimiento sionista no se disparó contra un enemigo externo, sino contra un hermano. Ese hecho, apenas registrado en los manuales de historia israelí, anticipó toda una pedagogía del hierro.
Desde entonces, la violencia fue presentada no como una anomalía, sino como una forma de moralidad. Quien se oponía al proyecto no era considerado un disidente, sino una contaminación. La fundación de Israel, décadas después, heredó ese impulso depurador. El judío oriental, con su acento árabe, debía ser blanqueado; el sobreviviente de los campos, ocultado; el intelectual europeo, disciplinado. El ideal del muskeljudentum se transformó en doctrina de Estado: la fuerza como identidad, la pureza como política, la homogeneidad como salvación. Así, el sionismo no se concibió como un refugio del miedo, sino como una maquinaria de regeneración. Y como toda maquinaria de pureza, comenzó a eliminar los cuerpos que no encajaban en su forma.
“En esta guerra no hay inocentes; el enemigo está en cada casa.”
Menachem Begin (1948)
En ese gesto se encuentra el germen de todo lo que vendría después: la violencia como método, la discriminación como estructura y el desprecio como motor moral. La guerra contra el otro empezó en casa. Y el nuevo judío que el sionismo prometía liberar nació, paradójicamente, de la negación sistemática de su propia historia.
Los asesinatos fundacionales
“Para ser fuertes debemos estar dispuestos a eliminar lo que nos debilita, incluso si proviene de nosotros mismos.”
David Ben-Gurión, 1948
La historia del sionismo puede leerse como una serie de ejecuciones internas, un laboratorio donde la violencia dejó de ser una herramienta de defensa para convertirse en un lenguaje moral. Cada generación eliminó a sus propios herejes con la convicción de que purificaba el futuro. De Haan, la Saison, Altalena y Rabin no son episodios dispersos, sino estaciones de un mismo itinerario: el tránsito de la violencia clandestina a la violencia de Estado, de la moral de partido a la moral nacional.
El primer disparo había sonado ya en 1924, cuando Jacob Israël de Haan fue abatido en Jerusalén por agentes de la Haganá. Su cuerpo, tendido frente al hospital Shaare Zedek, marcó la frontera entre el judaísmo del diálogo y el judaísmo del hierro. Aquel crimen no pretendía acallar una voz aislada, sino fundar un principio: que la disidencia equivalía a traición. De Haan, que había buscado un entendimiento con los árabes y con los rabinos antisionistas, se convirtió en el primer mártir del nuevo orden interno, víctima no de los enemigos del pueblo judío, sino de su propio pueblo.
Veinte años más tarde, entre 1944 y 1945, la Saison —la temporada de caza— consagró esa pedagogía de la violencia. Los militantes del Palmach y de la Haganá, bajo la dirección del liderazgo laborista, emprendieron una persecución sistemática contra las milicias de derecha, Irgún y Lehi. Hubo secuestros, torturas, desapariciones, asesinatos. La izquierda sionista, dueña de la institucionalidad, decidió que no podía haber dos brazos armados dentro del mismo pueblo. Era la lógica de la pureza trasladada al terreno político: el adversario no debía ser debatido, sino neutralizado. El odio fraternal ya no era una anomalía; era la base de una disciplina.
Esa misma lógica alcanzó su expresión más simbólica en junio de 1948, cuando el barco Altalena —cargado de armas y combatientes del Irgún— fue bombardeado por las recién creadas Fuerzas de Defensa de Israel, siguiendo órdenes directas de Ben-Gurión. La escena resultó inaugural: un Estado que nacía bombardeando a sus propios fundadores. Diecinueve judíos murieron a manos de otros judíos en la costa de Tel Aviv. Aquella destrucción fue celebrada como un acto de unificación nacional, pero su sentido más profundo fue otro: el monopolio de la violencia nació en hebreo. La nueva nación se edificó sobre la certeza de que sólo una autoridad podía decidir quién merecía matar y quién debía morir.
Décadas después, en 1957, el asesinato del doctor Israel Kastner añadió una nueva capa al mito de la purificación. Miembro de la élite laborista y negociador durante el Holocausto, fue acusado por los ultranacionalistas de haber colaborado con los nazis al salvar selectivamente a unos pocos judíos. Lo ejecutaron en Tel Aviv, no por sus actos sino por su símbolo: representaba la complejidad moral que el nuevo Israel no quería mirar. El país prefería héroes sin dilemas. Kastner recordaba que la supervivencia había exigido pactos con el horror, y eso era insoportable para un Estado que se proclamaba limpio.
El ciclo se cerró en noviembre de 1995, cuando Yitzhak Rabin, primer ministro laborista y arquitecto de los Acuerdos de Oslo, fue asesinado por un estudiante religioso, Yigal Amir. Medio siglo después de Altalena, la escena se repitió: un judío mataba a otro en nombre de la patria. El gesto tenía una coherencia siniestra: el Estado que había nacido bajo el fuego contra sus propios hijos volvía a purificarse matando al padre que se atrevía a firmar la paz. El círculo de la violencia se cerraba no en el frente, sino en la plaza.
Aunque el entonces líder de la oposición, Benjamin Netanyahu, no fue el autor material del disparo que asesinó a Rabin, se le acusó de haber “cargado la pistola con las balas del odio”. Durante la campaña de protesta del Likud contra los Acuerdos de Oslo, se desplegaron de forma notoria carteles y consignas que demonizaban a Rabin, llegando a mostrarlo vestido con uniforme de las SS o personificando a un nazi. Aquella retórica incendió la plaza pública y convirtió la diferencia política en anatema moral, preparando el terreno para el crimen que cerraría el siglo.
De Haan, la Saison, Altalena, Kastner, Rabin: una misma línea que une al poeta y al soldado, al traidor y al estadista, todos asesinados por la misma idea de pureza. En ese recorrido, el sionismo transformó la violencia interna en virtud nacional. El monopolio de la fuerza fue, desde el origen, un monopolio moral. Antes de levantar sus muros contra los árabes, Israel levantó una muralla invisible dentro de sí. La guerra entre hermanos precedió a todas las demás y aún define el pulso oculto de su historia.
La purificación interna: del ideal racial al orden social
“No hay redención sin selección.”
Máxima no escrita del sionismo estatal
Cuando el Estado reemplazó al movimiento, la violencia dejó de ser clandestina y se volvió burocrática. Lo que en los años veinte y cuarenta había sido una guerra ideológica entre facciones, se transformó después en un sistema de clasificación social. El enemigo ya no estaba dentro del partido, sino dentro del censo. La pureza, que antes se medía en disciplina y coraje, comenzó a medirse en tonos de piel, acentos y lugares de nacimiento. La jerarquía racial del sionismo dejó de ser una convicción moral y se convirtió en un procedimiento administrativo.
Los Mizrahim —judíos provenientes de los países árabes y del norte de África— fueron los primeros en comprobarlo. Llegaron en masa en los años cincuenta, impulsados por el sueño del retorno —y, según documentan archivos históricos, también por una estrategia que combinaba coerción física, acuerdos secretos con gobiernos árabes y uno que otro atentado de falsa bandera—, y fueron recibidos por el establishment laborista como una carga que debía ser reeducada. En nombre de la integración, fueron dispersados en ma‘abarot, los campamentos de tránsito que luego devinieron ciudades de desarrollo: periferias construidas para alojar cuerpos indeseados. Allí, entre las colinas secas del Néguev y las fronteras del norte, el Estado inventó su propia clase baja: una reserva de mano de obra obediente y silenciosa. El racismo ya no hablaba de sangre, sino de “nivel educativo” o “aptitud cultural.”
Se les enseñó hebreo para borrar el árabe; se les vistió con uniformes idénticos para disolver sus diferencias; se les explicó que debían agradecer la oportunidad de ser blanqueados. La promesa de redención se convirtió en un proceso de asimilación forzada. La pureza del Estado requería la impureza de los barrios.
A los judíos etíopes, llegados tres décadas después bajo el nombre simbólico de Beta Israel, se les ofreció la misma redención, pero con un matiz más oscuro. Eran judíos de piel negra en un país que había aprendido a pensar su identidad en clave europea. Durante años fueron objeto de controles sanitarios, campañas de esterilización y vigilancia policial. Muchas mujeres recibieron el anticonceptivo Depo-Provera sin consentimiento informado; los jóvenes fueron vigilados y detenidos con una frecuencia que el lenguaje oficial llamaba “estadística”, pero que en realidad era profilaxis social. Israel los aceptó como testimonio de la diáspora cumplida, pero los trató como población de riesgo.
En sus cuerpos el ideal bíblico se enfrentaba con la biología moderna: el pueblo elegido necesitaba definirse de nuevo, y lo hacía excluyendo a quienes lo ponían en duda por el color de su piel.
El caso de los judíos rusos, llegados tras la caída de la Unión Soviética, cerró el círculo de esta taxonomía. Eran, en su mayoría, laicos, técnicos, médicos o ingenieros. El sistema los recibió con desconfianza, pero también con un interés pragmático: eran blancos útiles. Su europeidad los blindó contra la sospecha. En un país que había segregado durante décadas a los orientales, su llegada ofrecía una compensación estética: un retorno a la imagen del judío civilizado, occidental, secular. La élite cultural, que en otro tiempo había despreciado a los judíos árabes por su acento, celebró ahora a los recién llegados por su “nivel”. Así, la discriminación no desapareció: cambió de dirección y de vocabulario. Dejó de ser abierta para convertirse en preferencia institucional.
En ese tránsito, el racismo se volvió administrativo. Ya no necesitaba fusiles, sólo formularios. Los censos, las políticas de vivienda, los programas de educación y salud se convirtieron en instrumentos de depuración social. Lo que antes se imponía con armas, ahora se reproducía con sellos. La ideología de la pureza había sobrevivido a la revolución que la engendró: el Estado judío no abolió la selección racial, la refinó.
En su nombre se jerarquizaron los barrios, se clasificaron los cuerpos, se repartieron los futuros. Y en cada registro de ciudadanía quedó impreso el eco de aquella frase fundacional: “El enemigo puede ser tu hermano.”
El sobreviviente como impureza
“Los fuertes murieron, los débiles regresaron.”
Frase recurrente entre dirigentes del Yishuv tras la guerra, citada por Tom Segev en El Séptimo Millón.
El Holocausto no fue el fundamento moral del Estado de Israel, sino su obstáculo inicial. Los sobrevivientes llegaron a una tierra que no quería mirarse en ellos, porque su sola existencia contradecía la narrativa del renacimiento. El sionismo había imaginado al nuevo judío como un cuerpo redimido por la acción, sin las marcas de la historia ni el temblor del miedo. Los que venían de Europa —hambrientos, delgados, marcados por números y silencios— recordaban exactamente lo que el nuevo Estado necesitaba olvidar: la derrota. En vez de héroes, fueron recibidos como espectros que ponían en duda la mitología del músculo y la pureza.
Ben-Gurión los observaba con distancia. En sus discursos privados, los describía como “gente rota”, como una generación incapaz de forjar el futuro. El héroe nacional debía nacer sin culpa, sin memoria del gueto. Esta percepción de los sobrevivientes no fue un accidente moral, sino la continuidad de una mirada ya instalada entre los dirigentes fundadores. Ben-Gurión y otros líderes del Yishuv habían comenzado a advertir que la “calidad humana” de quienes llegaban de Europa no correspondía al ideal del judío fuerte que su proyecto necesitaba. La compasión se subordinó al criterio biológico: el nuevo Estado debía seleccionar no sólo por fe o destino, sino por vigor.
Para construir un país nuevo, había que borrar la fragilidad heredada de la diáspora. Así, el Estado sustituyó el duelo por el trabajo, la melancolía por la productividad, la culpa por la obediencia. La pedagogía del nuevo Israel fue una pedagogía del olvido: transformar la vergüenza en disciplina, la debilidad en músculo.
Los campos de desplazados en Europa habían producido sobrevivientes; los kibutzim en Palestina, pioneros. El primero vivía del recuerdo, el segundo de la acción. El sobreviviente cargaba con la prueba del mal absoluto; el pionero, con la promesa de su redención. En la nueva jerarquía simbólica, la memoria equivalía a enfermedad y el silencio a virtud. El Estado no quiso construir su legitimidad sobre las ruinas del Holocausto, sino sobre su superación. Israel no nació del luto, sino de la negación del luto.
La institucionalización de Yad Vashem, años después, no corrigió esa distancia: la memoria fue nacionalizada, no redimida. El sufrimiento se transformó en pedagogía cívica, despojado de intimidad. El sobreviviente se convirtió en monumento, no en ciudadano. En las escuelas, los niños aprendieron a recordar el Holocausto no para entenderlo, sino para justificar la necesidad de la fuerza. La frase “nunca más” dejó de ser una advertencia moral y se convirtió en una doctrina de seguridad. La víctima debía volverse soldado para no volver a ser víctima.
En ese proceso, el sobreviviente fue expulsado del relato central: demasiado frágil para ser héroe, demasiado humano para ser símbolo. Mientras el país celebraba su renacimiento físico, los que habían regresado del infierno eran tratados como un residuo moral, una mancha que recordaba la debilidad anterior al Estado. El sionismo necesitaba un hombre nuevo, no un testigo de la historia. Y así, el judío sobreviviente fue el primer desplazado del relato israelí: no por el enemigo, sino por la pureza que decía protegerlo.
El espejo externo: el árabe como reflejo del judío rechazado
“El árabe es nuestro espejo.”
Frase atribuida a Moshe Dayan, 1956
El árabe no fue el enemigo natural del sionismo, sino su sustituto simbólico. La violencia hacia él no nació de la diferencia, sino del reconocimiento. En el campesino palestino, el sionismo descubrió el reflejo de aquello que había decidido extirpar de sí mismo: la pasividad, la pobreza, la religiosidad, el apego al lugar, la fragilidad de quien vive sin poder. El árabe —con su mundo de aldeas, familia, oración y lengua semítica— se convirtió en el recordatorio viviente de lo que el nuevo pueblo había jurado no volver a ser. Era, en cierto sentido, el último judío del Tanaj: el que aún vivía del suelo, de la plegaria y de la memoria.
Esa repulsión, más que racial, fue teológica y psicológica. El proyecto sionista necesitaba crear un sujeto moderno, productivo, occidental; para lograrlo debía negar todo vestigio de la debilidad ancestral. En el árabe reconoció su propio pasado y, por eso mismo, lo rechazó. El odio se volvió espejo: lo que debía ser eliminado no era el otro, sino el parecido.
Los desplazamientos de 1948, la Nakba, repitieron la lógica interna de la depuración: no todos caben. La fundación del Estado no sólo expulsó a más de setecientos mil árabes palestinos de sus hogares; reprodujo, en escala nacional, el mismo mecanismo de exclusión que operaba simultáneamente dentro del propio judaísmo. En los mismos años en que se marginaba al judío oriental, al sobreviviente o al disidente, también se marginaba al vecino. El principio era idéntico: sólo podía existir un cuerpo político puro si todos los demás eran desplazados.
Las aldeas arrasadas y los campos abandonados fueron presentados como una necesidad militar, pero su trasfondo era moral. El nuevo Estado no se concebía como un refugio, sino como una refundación (renacimiento dirían en el Gabinete del Gobierno): la tierra debía ser trabajada por hombres fuertes, redimidos del miedo, liberados del gueto. En esa lógica, el árabe no era sólo el enemigo externo; era la proyección del judío viejo, el que debía morir para que naciera el nuevo. El desplazamiento de los palestinos no fue un accidente de guerra: fue el acto fundacional que completó la purificación iniciada medio siglo antes.
Desde entonces, la guerra contra los árabes fue la prolongación natural de una guerra que ya existía dentro del pueblo judío. El mapa de la exclusión cambió de nombres y fronteras, pero conservó su estructura. Cada generación encontró a su enemigo en el rostro del anterior. La violencia contra el otro fue la continuación del desprecio por uno mismo. Y en ese espejo roto —donde el antiguo judío y el árabe expulsado se confunden—, el Estado de Israel sigue viendo su reflejo más profundo: la imposibilidad de convivir con su propio origen.
Epílogo: la naturaleza del mal
“En el nuevo Estado no habrá lugar para los débiles. La vida exigirá fortaleza, y quien no la tenga quedará atrás.”
Theodor Herzl, Diario, 1895
Desde su origen, el proyecto sionista necesitó una víctima. Primero fue el judío débil —el diásporo, el creyente, el intelectual, el pobre—; después, el árabe. La pureza se convirtió en su lenguaje moral, la fuerza en su única gramática. No hubo corrupción del ideal; el ideal mismo fue la corrupción. El Estado nació de una pedagogía que enseñó a temer la fragilidad y a venerar la obediencia. Su promesa de redención se edificó sobre la negación del otro y, finalmente, sobre la negación de sí mismo.
No es casual que la investigación sobre los atentados del 7 de octubre, iniciada recientemente por el propio gobierno de Netanyahu, haya puesto en el centro de sus indagaciones “el papel que jugaron las protestas contra el gobierno”. En ese reflejo paranoico vuelve a repetirse el impulso original: buscar la amenaza no fuera, sino dentro.
Los actuales ultraderechistas no son una desviación del sionismo, sino su cumplimiento. Priorizaron el odio al árabe porque es su frontera inmediata, pero la pulsión que los mueve es la misma que antaño dirigieron contra los judíos que no encajaban en el molde: el sobreviviente, el intelectual, el oriental, el secular, el comunista, el disidente. En todos ellos reconocían una amenaza al mito fundacional de la fuerza.
Así, el mal no llegó al sionismo desde fuera; fue su principio organizador. La violencia no fue un accidente histórico, sino la forma de su moralidad. Un movimiento que sólo sabe definirse por exclusión termina devorándose: su enemigo no es su circunstancia, sino su estructura. Como en toda tragedia que se repite, Israel no combate lo que odia: combate lo que teme volver a ser.
“No odiarás a tu hermano en tu corazón, pero ciertamente reprenderás a tu prójimo, y no cargarás tú con su pecado.”
Levítico 19:17
[1] No debe ser una casualidad que el Gobierno de Israel, liderado por el primer ministro Benjamín Netanyahu, aprobó en votación el cambio de nombre de su ofensiva en Gaza. El nombre oficial propuesto y aprobado es “Guerra del Renacimiento“ (Miljemet Ha’Tkumá o Tkumá).


