El hombre que quiso ser Zelig
Cómo se fabrica un enemigo hereditario
Una escena repetida
“No agregues ni quites; aprende a distinguir entre recordar y rehacer.”
—Midrash Tanjuma, Shoftim 18
En 1983, Woody Allen estrenó Zelig, un falso documental sobre un hombre capaz de aparecer —siempre por accidente, siempre sin explicación— en el centro de los momentos decisivos del siglo XX. Allí estaba, de pronto, en la asunción de un Papa; allí, sentado a unos metros de Hitler; allí, mezclado entre las celebridades de Hollywood. El público entendió la broma: la historia siempre deja huecos donde cualquiera puede incrustar un rostro ajeno, y la nostalgia del blanco y negro hace el resto. Era una sátira del archivo, una advertencia disfrazada de comedia sobre lo fácil que es fabricar memoria desde la estética de la verosimilitud.
El problema aparece cuando esa broma se confunde con un método. Cuando alguien ya no se limita a aparecer en las fotos del pasado, sino que pretende explicar el presente a partir de esas fotos trucadas. Francisco Gil-White no inventó a un Zelig político, pero actúa como si lo hubiese descubierto: allí donde la historia muestra fragmentos, él ve una cadena; allí donde existieron contactos circunstanciales, él imagina una continuidad doctrinal; allí donde la evidencia exige matices, él coloca —como el Zelig de Allen— figuras que nunca estuvieron juntas. Su operación no es una reinterpretación, sino un falso documental que se toma demasiado en serio.
Cada cierto tiempo, la historia es invitada a declarar en un tribunal que no reconoce. No para reconstruir hechos, sino para sostener acusaciones contemporáneas, como si el siglo XX fuera un reservorio de argumentos disponibles donde cada bando pesca lo que necesita. El episodio del Mufti, Hitler y la genealogía imaginaria del conflicto palestino-israelí vuelve en ese registro: no como archivo, sino como herramienta para quien prefiere ajustar el pasado hasta que valide su tesis del presente.
La escena es conocida. Una narrativa que se presenta como “incómoda”, “prohibida”, “censurada por la academia” pretende ocupar el lugar de la investigación histórica. Y, al hacerlo, desplaza los documentos por insinuaciones, y la evidencia por la sospecha de que existe un acuerdo tácito —gobiernos, judíos progresistas, universidades— para ocultar la supuesta verdad. Es el truco habitual: cuando la realidad no coopera, se la acusa de conspirar.
El revisionismo de Francisco Gil-White entra por esa puerta. Propone un relato que ordena el caos con una comodidad sospechosa: un hilo perfecto que conecta Jerusalén con Berlín, al Mufti con la Solución Final, y a la OLP con los escombros ideológicos del nacionalsocialismo. Es una arquitectura demasiado pulcra para ser cierta. Una que depende, para sostenerse, de mantener al lector lejos del archivo y cerca de la teoría.
El problema no es solo metodológico; es moral. El Holocausto, cuya singularidad histórica obliga a un cuidado extremo, queda convertido aquí en una plantilla exportable. Un patrón capaz de explicar reincidencias, herencias ideológicas, continuidades raciales o religiosas que, en realidad, no existen. Esa operación no ilumina: simplifica. Y en ese simplificar, banaliza lo que la tradición judía siempre cuidó de no banalizar: la memoria como responsabilidad, no como munición.
Por eso esta discusión no versa sobre el Mufti ni sobre la OLP, aunque los nombre. Habla, en el fondo, de la tensión entre dos formas de tratar el pasado: una que lo convierte en un objeto maleable para resolver disputas contemporáneas, y otra —la judía— que insiste en custodiarlo sin adulteraciones, aun cuando resulte incómodo. El revisionismo exige un Holocausto moldeable; la tradición exige uno irreductible. Y entre ambas, se define algo más que una discusión histórica: se define el límite ético de la interpretación.
El Mufti, Hitler y el espejismo de la causalidad única
“No atribuyas a un hombre aquello que él tomó por sí mismo.”
—Maimónides, Hiljot Teshuvá 5:2
Uno de los rasgos más persistentes del revisionismo es su vocación por encontrar arquitectos ocultos detrás de decisiones que, por su escala y brutalidad, parecen exigir una inteligencia externa. El caso del Mufti de Jerusalén y su presunta influencia en la decisión de Hitler de aniquilar a los judíos entra exactamente en esa categoría: la necesidad de convertir a un colaborador oportunista en detonador intelectual de la Solución Final. El mecanismo es comprensible —ofrece una explicación sencilla, una causalidad limpia—, pero no por ello menos falso.
El encuentro entre Hajj Amin al-Husseini y Adolf Hitler en 1941 existió, está documentado y fue funcional para ambos: el Mufti encontró un aliado propagandístico contra el mandato británico; Hitler encontró una figura útil para extender su retórica antisemita en Medio Oriente. Pero la utilidad política no equivale a la autoría moral. La maquinaria de exterminio no necesitaba de Jerusalén para ponerse en marcha porque ya había sido concebida, formulada y programada desde el corazón mismo del nazismo, mucho antes de que el Mufti entrara en escena. Lo que Francisco Gil-White propone —que el líder palestino convenció a Hitler de matar en lugar de expulsar— solo es posible ignorando lo que el nazismo era antes de 1941 y lo que siguió siendo después.
La historiografía judía más rigurosa —Yehuda Bauer, Saul Friedländer, Raul Hilberg— ha repetido hasta el cansancio un principio elemental: el antisemitismo nazi no fue un sentimiento reactivo ni un añadido táctico; fue un sistema mental autosuficiente, incubado en décadas de delirio racial, envuelto en pseudociencia e institucionalizado desde el primer día del Tercer Reich. Hitler no necesitaba un empujón del Mufti para deshumanizar a los judíos. Ya lo había hecho él mismo, en cada discurso, en cada ley, en cada página de Mein Kampf. La Solución Final no fue una idea que le llegó “desde afuera”. Fue la conclusión lógica de su propio programa.
Lo interesante es que esta evidencia —abrumadora, pública, conocida— no obstaculiza la narrativa de Gil-White. La potencia del relato no depende de la documentación, sino de la seducción que produce una causalidad inesperada: la idea de que un líder árabe musulmán fue, en realidad, el cerebro que terminó de torcer el destino del pueblo judío. La tesis funciona como mito político porque satisface un deseo: el de convertir la historia en un thriller moral, donde cada tragedia tiene un villano exótico y cada proceso complejo, un origen único.
La tradición judía, que es menos ingenua que este tipo de guiones, ya advertía contra ese impulso. Maimónides, en su tratado sobre la responsabilidad, establece que la culpa no se delega por simpatías ni afinidades, sino por acción directa. Quien ejecuta es responsable; quien inspira de manera vaga o comparte enemistades no se transforma por ello en autor del daño. Aplicado al caso del Mufti, el principio es devastador: su antisemitismo es innegable, su colaboración con el Eje está documentada, pero su papel como arquitecto del genocidio es inexistente. Fue un propagandista, no un ingeniero; un acompañante oportunista, no un diseñador de la maquinaria.
Reducir todo el Holocausto a una conversación de una hora en Berlín exige, además, una impresión curiosa sobre Hitler: la de un líder maleable, capaz de alterar la columna vertebral de su ideología al escuchar al visitante correcto. Esa fantasía solo es posible cuando se desconoce —o se decide desconocer— la autonomía total con la que operaba la cúpula nazi. El Führer no seguía consejos: los imponía. Si algo define al nazismo es precisamente lo contrario de lo que sugiere esta narrativa: su impermeabilidad hacia influencias externas, su convicción inamovible, su odio sin tutores.
Por eso la tesis de Gil-White no fracasa únicamente como historia; fracasa como lógica. Y, al hacerlo, revela algo más profundo: el deseo contemporáneo de convertir el Holocausto en un espacio de negociación narrativa, donde cada actor busca un rol para justificar posiciones actuales. Pero la memoria judía —esa que no permite agregar ni quitar— no admite ese tipo de manipulaciones. El pasado no está para reinterpretarlo hasta que coincida con la política del día, sino para recordarlo con precisión, incluso cuando esa precisión resulta menos útil para los argumentos presentes.
El salto falaz: del Mufti a la OLP
“El hijo no cargará la culpa del padre, ni el padre la culpa del hijo.”
—Ezequiel 18:20
Hay argumentos que pretenden explicar un conflicto entero apelando al linaje moral de sus protagonistas. En el caso de Francisco Gil-White, ese linaje se convierte en un puente fabuloso —y frágil— entre el Mufti de Jerusalén y la OLP, como si medio siglo de transformaciones políticas, fracturas internas, derrotas militares y mutaciones ideológicas fueran un trámite que no altera la esencia de nada. El mecanismo es simple: si el origen estuvo contaminado, la consecuencia debe estarlo también. Es un razonamiento que suena implacable, pero solo funciona mientras el lector no se pregunte qué ocurrió en la región entre 1945 y 1980.
El nacionalismo palestino, en su genealogía real, no es un heredero obediente del Mufti sino un movimiento que se reconfiguró compulsivamente en cada década. Primero bajo la sombra británica, después bajo el trauma de la Nakba, luego al calor del panarabismo nasserista y, más tarde, absorbido por la retórica anticolonial de la Guerra Fría. Cuando la OLP se funda en 1964, el nazismo pertenece al archivo; lo que domina el presente es la estética revolucionaria del Tercer Mundo: antiimperialismo, marxismo-leninismo, guerrillas de liberación. Arafat no es un epígono del Mufti: es un producto de Argelia, Vietnam, Cuba y La Habana, no de Berlín. Presentarlo como heredero ideológico del colaborador nazi exige una pirueta intelectual que solo prospera mientras la evidencia permanezca fuera de escena.
A esto se suma un hecho incómodo para la tesis revisionista: durante tres décadas, el islamismo político en el mundo árabe fue marginal, casi decorativo, una presencia simbólica que acompañaba ceremonias, no programas de gobierno. La hegemonía la tuvieron los regímenes laicos y socialistas: el nasserismo egipcio, el baathismo sirio e iraquí, las insurgencias financiadas por Moscú. El giro islamista —hoy presentado como si fuera una esencia permanente del Medio Oriente— no emerge sino hasta los años ochenta, empujado por la maquinaria saudí, el dinero petrolero y la expansión salafista-wahabita diseñada para contener la influencia soviética y, al mismo tiempo, disputar la primacía religiosa y geopolítica al chiismo iraní de la revolución de los ayatolás. Pretender que la OLP, moldeada por Bandung y Tricontinental, sea la continuación doctrinal del Mufti equivale a afirmar que los sandinistas descienden de Torquemada porque ambos mencionan a Dios. Es un anacronismo que solo respira mientras se ignora su fecha de expiración histórica.
La tradición judía —que siempre resistió los esencialismos cuando se usaron para imputarle culpas colectivas— es tajante: la responsabilidad no se hereda. Ezequiel no habla de indulgencias religiosas, sino de un principio moral y jurídico: cada uno responde por su acción, no por la sombra de un antepasado ni por la deriva de un linaje. Aplicado al caso palestino, el mensaje es transparente: que el Mufti haya sido un extremista no convierte a sus sucesores —mucho menos a organizaciones fundadas veinte años después de su eclipse político— en células nazis camufladas. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que necesita la narrativa de Gil-White: transformar un colaborador del Eje en un tótem cuya sombra se proyecta milagrosamente sobre generaciones que ya no lo leían, que no hablaban su idioma político y que operaban en un sistema internacional completamente distinto.
Los historiadores israelíes más rigurosos —Morris, Shlaim, Lustick— no se caracterizan precisamente por la benevolencia. Pero todos coinciden en que la OLP es, antes que nada, una criatura del nacionalismo tercermundista: su violencia, su pragmatismo, sus errores y sus crímenes se explican mejor por la lógica del terrorismo nacionalista que por cualquier continuidad con el nazismo. Sus cuadros leían a Frantz Fanon, no a Alfred Rosenberg. Y sus alianzas respondían a la Guerra Fría, no a la herencia del Mufti.
Lo que queda, entonces, es la utilidad política de una metáfora poderosa. Si se consigue instalar que la OLP “desciende” del nazismo, ya no es necesario distinguir: no entre facciones, no entre décadas, no entre laicos y religiosos, no entre nacionalistas y salafistas. Se obtiene una categoría total, perfecta para clausurar toda discusión. Pero esa comodidad intelectual tiene un costo alto: sacrifica la historia real para salvar una tesis retórica. Y traiciona, además, aquello que la memoria judía exige con más severidad: recordar con precisión, no con conveniencia. No toda sombra pertenece al mismo cuerpo, ni todo origen define todos los destinos. La historia se encarga siempre de desmentir esas simplificaciones. El revisionismo, en cambio, necesita protegerlas a cualquier precio.
El mundo árabe y la tentación del bloque uniforme
“El que juzga a una multitud como si fuera un solo hombre, yerra contra la justicia y contra la realidad.”
—Talmud Yerushalmi, Sanedrín 4:2
Si algo une a los proyectos políticos que buscan reescribir el pasado es la incomodidad frente a la complejidad. El mundo árabe de los años treinta y cuarenta —con sus alianzas frágiles, sus contradicciones coloniales, su diversidad interna— es demasiado incómodo para una narrativa que necesita villanos de plantilla. Por eso la tesis de Francisco Gil-White necesita un artificio fundamental: convertir a decenas de sociedades, partidos y élites divididas en un solo bloque ideológico, un conjunto homogéneo que habría recibido al nazismo con entusiasmo doctrinal y disciplina militante. Ese retrato, tan útil para el argumento, tiene un problema casi insoluble: nunca existió.
En realidad, el mapa árabe de la Segunda Guerra Mundial se parece menos a un frente unificado que a un archipiélago de fidelidades cambiantes. Hubo grupos que vieron en el Eje un aliado táctico contra el dominio británico y francés —una reacción más anticolonial que ideológica—, pero también miles de árabes que lucharon en las filas de los Aliados, desde las tropas norteafricanas del ejército francés libre hasta las unidades iraquíes que combatieron a Rashid Ali al-Gaylani tras su fallido golpe pro-nazi. El entusiasmo por la Alemania hitleriana fue la excepción, no la norma; y donde existió, respondió más al cálculo político que a la adhesión doctrinal.
La tesis revisionista, sin embargo, requiere suprimir estas diferencias. Si se admite que el anticolonialismo árabe tuvo motivaciones locales —agravios concretos, disputas internas, proyectos nacionales inconclusos— entonces el Mufti deja de ser la punta de lanza de un supuesto fascismo panislámico y vuelve a su dimensión real: un político radicalizado que buscó alianzas de conveniencia, no un reformador del alma árabe. Pero esa categoría, la de los oportunistas del periodo colonial, es demasiado estrecha para sostener la arquitectura de continuidad ideológica que Gil-White intenta construir. De ahí la necesidad de convertir al entero mundo árabe en una sola pieza, una suerte de espejo regional del nacionalsocialismo, donde cada actor se comporta como una variación del mismo motivo.
La tradición judía, obsesionada desde la antigüedad con distinguir matices incluso entre adversarios, vuelve a ofrecer una advertencia. El Talmud exige diferenciar entre individuos, contextos, circunstancias y niveles de responsabilidad. Esa sensibilidad, que no es ingenuidad sino método, contrasta con la tendencia contemporánea a fabricar bloques monolíticos donde conviene. El resultado es una simplificación peligrosa: se confunde el rechazo árabe al proyecto colonial europeo con una supuesta afinidad racial con el nazismo; se confunde la retórica anti-judía de ciertos líderes con la doctrina eugenésica del Tercer Reich; se confunde la política con la biología. Es un desliz conceptual que en cualquier otro contexto sería visto como una caricatura. Aquí, en cambio, se propone como diagnóstico.
La historia reciente, además, termina de destruir esa ficción. Si el mundo árabe fuera un bloque ideológico unido bajo el legado del Mufti, habría abrazado por igual el islamismo cuando este irrumpió con fuerza en los años ochenta. Pero ocurrió lo contrario: mientras Arabia Saudita exportaba su salafismo financiado por petróleo y rivalizaba con la revolución chiita de Irán, los viejos movimientos laicos del mundo árabe —baathistas, nacionalistas, modernizadores— entraban en colapso. El mapa ideológico se reconfiguró, pero no en la dirección que el revisionismo sugería. Más bien confirmó lo obvio: que la región nunca funcionó como un solo cuerpo, y que su orientación depende más de coyunturas geopolíticas que de una supuesta identidad profunda.
De ahí la ironía final que la narrativa de Gil-White no puede resolver: para demostrar que el Mufti era el eje de un proyecto nazi-islámico global, necesita que el mundo árabe sea mucho más uniforme, disciplinado y consistente de lo que jamás fue. Necesita una región sin divisiones internas, sin disputas sectarias, sin fracturas ideológicas, sin intereses locales. En otras palabras, necesita que la historia real desaparezca para que la metáfora sobreviva.
Pero la historia —esa que el judaísmo insiste en recordar con precisión— suele tener poca paciencia con las metáforas que se creen diagnósticos. Y menos aún con las que confunden conveniencia con verdad.
Pavelić, la Handschar y el espejismo balcánico
“Quien une cosas que no se tocan, termina fabricando un ídolo.”
—Midrash Rabbah, Bereshit 38:13
En el relato de Francisco Gil-White, los Balcanes ocupan un lugar casi mítico: son el escenario donde, según él, se revela la alianza profunda entre nazismo europeo e islam político. La conexión existe —Pavelić recibe al Mufti, la SS organiza la división Handschar, hay fotografías que inmortalizan el encuentro—, pero su significado histórico es mucho más estrecho y menos trascendental de lo que la narrativa revisionista pretende. Para convertir un episodio regional en clave interpretativa mundial, hay que amputar casi todo lo que ocurrió alrededor.
El Estado Independiente de Croacia (NDH), dirigido por Ante Pavelić, no fue un experimento islámico ni una colaboración paritaria entre croatas y musulmanes: fue un régimen católico ultranacionalista que llevó a cabo uno de los genocidios más brutales de la guerra, con una autonomía doctrinal que escandalizó incluso a sus aliados alemanes. Jasenovac —su centro más infame— no fue una franquicia del nazismo: fue un proyecto croata, operado por croatas, con métodos croatas. La maquinaria alemana proveyó respaldo; la ideología y la ferocidad nacieron en Zagreb. Sin esa premisa, el argumento central de Gil-White —que el islam fue un pilar del exterminio— sencillamente no se sostiene.
Los musulmanes bosnios que se integraron a la 13.ª División SS “Handschar” ocupaban un lugar completamente distinto en el tablero: no eran arquitectos sino instrumentos. Pavelić los consideraba “croatas de fe islámica”, un recurso demográfico para inflar artificialmente la identidad croata frente a los serbios. Su alianza con los alemanes no respondía a una afinidad racial o doctrinal, sino al instinto de supervivencia: las aldeas bosnias estaban siendo arrasadas por los Chetniks serbios, y la disciplina alemana ofrecía, al menos en teoría, protección. Que en ese contexto el Mufti apoyara el reclutamiento es innegable; que ese apoyo sea la piedra angular de una alianza global entre nazismo e islam es un salto lógico que solo se explica por la necesidad narrativa del revisionismo.
La historia real —siempre más incómoda que los esquemas— muestra lo contrario: los musulmanes bosnios desconfiaban profundamente de los Ustaše, y esa desconfianza fue mutua. En 1941 y 1942, líderes religiosos y civiles bosnios firmaron las célebres “Resoluciones de los Musulmanes” en Sarajevo, Mostar, Banja Luka y otras ciudades, condenando explícitamente las atrocidades croatas contra serbios y judíos. Ese documento, raramente citado en las tesis de Gil-White, es un recordatorio incómodo: allí donde el revisionismo necesita homogeneidad, la historia exhibe fisuras, protestas y distancias morales.
Más aún: la división Handschar, presentada como paradigma de colaboración islámica con el nazismo, protagonizó en Francia —en Villefranche-de-Rouergue— el único motín organizado contra mandos alemanes en toda la historia de las SS, antes incluso de entrar en combate formal. Ese dato, que debería llevar a matizar cualquier lectura épica o doctrinal, desaparece en el relato revisionista, probablemente porque destruye la idea de una afinidad ideológica profunda. La mayoría de los musulmanes bosnios terminaría integrándose a los partisanos de Tito, combatiendo justamente al proyecto que Gil-White sostiene como su “herencia natural”.
Lo que hace Gil-White con los Balcanes no es historia, sino taxidermia: selecciona un fragmento, deja fuera todo lo que le contradice y lo exhibe como prueba de una continuidad ideológica entre islam y nazismo que ningún especialista serio afirma. Pavelić se convierte en un secundario irrelevante; los Ustaše, en un decorado; las resoluciones bosnias, en un ruido; el motín de la Handschar, en un accidente sin importancia. Todo lo que complica la narrativa se vuelve un estorbo.
La tradición judía, que desconfía de los monolitos y sospecha de los argumentos demasiado perfectos, ofrece una señal de alerta: cuando dos realidades distintas son presentadas como si fueran una misma, alguien está intentando fabricar un ídolo conceptual. El Balcán real no respalda la tesis revisionista. El Balcán imaginario, en cambio, sí. Por eso la operación de Gil-White no es solo una mala lectura: es una mala lectura con intención.
La memoria como límite: por qué la tradición judía resiste las genealogías inventadas
“No deformes el recuerdo: de él depende la justicia.”
—Devarim Rabbah 5:7
En toda esta discusión hay un trasfondo que explica más que cualquier discrepancia histórica: la diferencia fundamental entre cómo la tradición judía concibe la memoria y cómo el revisionismo la utiliza. Para el judaísmo, recordar es un acto moral, casi jurídico; para el revisionismo, recordar es una herramienta política, maleable, susceptible de ajuste según la necesidad del argumento. Ahí es donde las tesis de Francisco Gil-White se vuelven no solo erróneas, sino impugnables desde la ética judía que dice defender.
La memoria judía nunca fue una colección de metáforas intercambiables. Está construida sobre una arquitectura de precisión: quién hizo qué, en qué orden, bajo qué circunstancias, con qué responsabilidad. El Talmud discute con minucia qué diferencia un acto de otro, qué separa la intención del resultado, qué transforma una omisión en culpa y una culpa en fabricación. Esa sensibilidad —la convicción de que cada evento debe ser juzgado en su contexto y no desde la comodidad de una narrativa única— es exactamente lo contrario de la operación que Gil-White realiza cuando fusiona al Mufti con Hitler, al nacionalismo palestino con el nazismo, o a los musulmanes bosnios con los arquitectos del genocidio europeo.
El revisionismo necesita de una historia simplificada porque su fuerza no reside en explicar el pasado, sino en usarlo como un espejo que refleja un presente previamente decidido. No le interesa lo que realmente ocurrió, sino lo que conviene que haya ocurrido para que su argumento adquiera la forma de una verdad reprimida. La tradición judía, en cambio, parte de un principio inverso: zajor —recordar— no es reconstruir libremente, sino comprometerse con la contabilidad moral de los hechos. Quien exagera, quien amalgama, quien inventa genealogías que nunca existieron, no está recordando: está editando. Y la edición, en este terreno, es una forma de traición.
Una de las enseñanzas más persistentes de los sabios es que el peligro no radica en el enemigo que ya conocemos, sino en la interpretación equivocada de lo que ese enemigo fue. El Holocausto, en la tradición judía, no es un modelo exportable para explicar cualquier conflicto, ni una plantilla que pueda colocarse sobre Palestina, los Balcanes o la guerra fría del Medio Oriente. Es un acontecimiento específico —histórico, político, burocrático— que exige ser estudiado en su singularidad precisamente para evitar que se diluya en paralelismos convenientes. Su función no es adornar argumentos, sino advertir sobre los límites de la destrucción humana.
Por eso, cuando Gil-White convierte la colaboración del Mufti en una pieza determinante del exterminio; cuando presenta a la OLP como una prolongación del nazismo; cuando imagina en los Balcanes una alianza teológica entre islam y Tercer Reich, no está reinterpretando la historia: está rompiendo la disciplina ética que la memoria judía reclama. Está tomando el episodio más documentado, estudiado y doloroso del pueblo judío y estirándolo hasta deformarlo, como si fuera un recurso retórico más. Irónicamente —y aquí la historia devuelve el golpe— esa deformación es exactamente lo que el judaísmo enseñó a desconfiar desde sus primeros textos.
El judaísmo nunca temió la complejidad. Temió, más bien, la comodidad que ofrecen las narrativas absolutas. La memoria, para él, es una herramienta contra la simplificación, no a su servicio. Y en ese sentido, la tradición judía no solo desacredita a Gil-White desde la evidencia; lo desautoriza desde el principio moral que él pretende invocar. Porque donde el revisionismo ve continuidad, la tradición exige distinguir. Donde ve herencias, la tradición exige pruebas. Donde ve un solo hilo, la tradición ve muchos, tensos, contradictorios, imposibles de reducir a una genealogía única.
Recordar, para el judaísmo, nunca fue un acto de propaganda. Fue, y sigue siendo, un acto de justicia.
Cuando la historia se convierte en arma, deja de ser historia
“Quien usa el recuerdo para vencer y no para entender, termina siendo vencido por él.”
—Rabí Shimon bar Yojai, Sifrí Devarim
La tentación de usar el pasado como munición es tan antigua como la política misma. Pero hay momentos —y este es uno— en que la historia deja de ser un campo de investigación para convertirse en un arsenal. Las tesis de Francisco Gil-White pertenecen a esa zona gris: no buscan comprender, sino imputar; no distinguen, sino amalgaman; no recuerdan, sino editan. Su operación consiste en fabricar una cadena de contaminaciones ideológicas donde no las hubo, como si el siglo XX fuera un único linaje moral capaz de explicar todo lo que hoy ocurre en Medio Oriente.
En ese proceso comete dos traiciones simultáneas. Traiciona la tradición judía, que exige precisión quirúrgica frente al pasado y prohíbe convertir la memoria en un instrumento de hostilidad política. Y traiciona —aunque jamás lo admita— la tradición cristiana, para la cual no existen pueblos malditos ni genealogías de culpa. Su insistencia en herencias ideológicas que se transmiten como una mancha lo coloca fuera de cualquier comprensión religiosa de la historia: no habla desde la fe ni desde el archivo, sino desde otra pulsión más rudimentaria. El odio. Un odio que rota de destinatario según las circunstancias —al islam, a la izquierda, a los judíos que lo contradicen—, pero que conserva siempre la misma utilidad: sostener la vida pública y privada del que lo enuncia. Lo que aparece como defensa del judaísmo opera, en realidad, como un salario simbólico: una retribución por mantener vivo el miedo de otros.
Frente a ese uso instrumental del pasado, la tradición —tanto la judía como la cristiana— ofrece una respuesta menos espectacular pero más adulta: no existen pueblos malditos. No existen herencias de culpa que viajen intactas a través de las generaciones. No existen esencias políticas que sobrevivan a medio siglo de derrotas, revoluciones, guerras civiles y transformaciones ideológicas. La historia no es una cadena, sino una ruptura constante. Y la memoria —cuando se ejerce sin deformaciones— existe para recordarlo.
El revisionismo, con su pereza moral y sus genealogías imaginarias, necesita un mundo en el que nada cambia. La historia, en cambio, insiste en demostrarnos que todo cambia, incluso —y sobre todo— aquello que algunos prefieren mantener congelado para siempre. Lo que Gil-White intenta fijar como una continuidad eterna es, en realidad, un conjunto de episodios desconectados, desiguales, fragmentarios, hijos de contextos distintos y motivaciones contradictorias.
La memoria judía no fue creada para sostener miedos contemporáneos ni para justificar identidades políticas que buscan enemigos hereditarios. Fue creada para otra cosa: para impedir que el pasado sea convertido en arma. Para obligar a distinguir, a contextualizar, a responder por lo que ocurrió y no por lo que conviene creer que ocurrió.
Recordar —en serio, sin distorsiones— sigue siendo un acto de justicia.
Lo demás es propaganda.
Quizá la forma más clara de leer las tesis de Gil-White no sea discutirlas, sino recordar a Zelig. No porque su teoría sea cómica —no lo es—, sino porque comparte con aquella película la misma tentación de insertar figuras donde conviene insertarlas. El cine podía permitirse que un personaje imaginario apareciera en la investidura de un Papa o en la platea de Núremberg sin alterar el orden moral del mundo; el revisionismo, en cambio, pretende que esa inserción artificial explique el Holocausto, Medio Oriente y la política contemporánea. El cine juega con esas imágenes. La historia, no.
Zelig terminaba siendo descubierto. El revisionismo también. Basta mirar de cerca sus fotografías imposibles para ver —con la misma nitidez que en la película— las marcas de la edición, las sombras que no coinciden, las conexiones que no resisten la luz del día. La memoria judía exige precisión; la cristiana, universalidad; la historia, contexto. El revisionismo no ofrece nada de eso. Solo ofrece un truco. Y los trucos, cuando se repiten demasiado, dejan de engañar a cualquiera dispuesto a mirar la imagen completa.


