Janucá, la espada y el olvido
La advertencia rabínica y el regreso de la tentación.
El recuerdo de Janucá
“Recuerda los días antiguos; considera los años de generaciones pasadas.”
— Deuteronomio 32:7
Hay una relación compleja entre la historia y las religiones. Las religiones suelen imaginarse como estructuras fijas, guardianas de una memoria que permanece indemne al paso del tiempo. Pero cuando uno observa con detenimiento la historia judía y cristiana, descubre movimientos más complejos: la tradición no es un cofre cerrado, sino un organismo vivo que reacciona. Se adapta, corrige, selecciona qué recordar y qué olvidar; decide qué interpretar y qué reinterpretar para que los pueblos puedan sobrevivir a circunstancias que, de otra manera, los habrían desbordado.
En el caso del judaísmo, esa relación dinámica entre historia y religión no es un rasgo accesorio: es el mecanismo que permitió la continuidad de un pueblo que perdió su tierra, su templo y, durante siglos, cualquier posibilidad de soberanía. Frente a cada fractura o catástrofe, los sabios no se limitaron a explicar los hechos: reorganizaron su significado en función de una pregunta que atravesó generaciones; ¿qué parte de nuestra historia nos sostiene y cuál parte nos pone en riesgo?
De esa tensión surgieron decisiones que, vistas desde hoy, resultan sorprendentes: victorias militares que se transformaron en relatos íntimos; héroes nacionales que desaparecieron del canon; episodios de poder político reemplazados por gestos litúrgicos. No fue censura doctrinaria, sino un método de supervivencia: una ingeniería narrativa que buscaba preservar una identidad que, de otro modo, habría sido vulnerada por su propio pasado.
El resultado es una tradición que respira al ritmo de la historia: a veces la contiene, a veces la corrige, a veces la disimula. Y es precisamente esa relación —precisa, adaptativa, casi quirúrgica— entre memoria religiosa y experiencia histórica la que permite entender un conjunto de decisiones rabínicas que, dos mil años después, siguen siendo decisivas para comprender no sólo el judaísmo antiguo, sino también las tensiones del presente.
La operación rabínica: cuando la memoria se vuelve una estrategia de supervivencia
“Porque no es por su espada que conquistaron la tierra, ni su brazo los salvó, sino tu diestra, tu brazo y la luz de tu rostro.”
— Salmo 44:3 (44:4 en numeración hebrea)
La primera gran prueba de esa ingeniería narrativa ocurrió después de una de las catástrofes menos comprendidas del mundo antiguo: la revuelta de Bar Kojba. De ella quedó poco en la tradición rabínica y casi nada en la memoria litúrgica. No fue un olvido casual; fue una amputación deliberada. Los sabios que sobrevivieron a aquella guerra no sólo perdieron una última oportunidad de independencia: perdieron un tercio de la población judía, vieron despoblada Judea y asistieron a la transformación del país en una provincia llamada Syria Palaestina. La devastación fue tan profunda que exigió algo más que duelo: exigió reescribir la historia para proteger a las generaciones futuras de los mismos impulsos que habían llevado al desastre.
Ese proceso comenzó con un gesto silencioso: la desaparición del nombre de Bar Kojba del canon. El hombre que durante tres años fue proclamado Mesías por Rabí Akiva —una figura que, en otros episodios, habría recibido un lugar central en la memoria religiosa— quedó reducido a una sombra. No hubo homenaje, ni liturgia, ni fecha en el calendario. Fue borrado. Y ese borrado fue la versión rabínica de un diagnóstico: había límites que la tradición no podía permitir que se volvieran a cruzar.
El segundo movimiento fue aún más fino: la reconfiguración de Janucá. Los libros de los Macabeos, que narraban una gesta militar y política, quedaron fuera del Tanaj y sobrevivieron únicamente gracias a la tradición cristiana. En su lugar, el Talmud respondió a la pregunta “¿Qué es Janucá?” con una historia doméstica: un frasco de aceite, una llama que dura más de lo esperado, un milagro íntimo en lugar de una victoria militar. Lo notable no es la sustitución del relato, sino su función: alejar del centro de la identidad judía la idea de que el poder político y la fuerza armada eran caminos legítimos hacia la redención.
Esa operación se completó con una decisión litúrgica aparentemente menor, pero decisiva: para el sábado de Janucá, los sabios eligieron la lectura de Zacarías —“Esta es la palabra del Eterno a Zorobabel: No por la fuerza ni por el poder, sino por mi Espíritu, dice el Eterno de los Ejércitos”— como contrapunto explícito a la épica macabea. El contexto de esa elección es brutal si se lee entre líneas.
La realidad histórica: los Macabeos habían ganado gracias a la fuerza (jail) y al poder (koaj) militar. Eran guerreros físicos, estrategas, comandantes que derrotaron a un imperio helenístico. La selección rabínica: al obligar a leer ese pasaje profético durante la celebración de una victoria militar, los rabinos estaban enviando un mensaje claro a la congregación: “No se confundan. No ganamos porque los Macabeos eran buenos con la espada. Ganamos porque Dios puso su Espíritu”.
La liturgia, de ese modo, no sólo conmemoraba una fiesta: rectificaba la interpretación de la historia. Sustituía la causa real por una causa segura. Reemplazaba la espada por el Espíritu, no como descripción, sino como advertencia.
Detrás de estas decisiones no había ingenuidad pacifista. Había experiencia. La independencia obtenida por los Macabeos había terminado en guerras internas, luchas por el trono y una invitación a Pompeyo que abrió las puertas de Judea al dominio romano. El poder político, visto desde la memoria rabínica, no era un camino a la estabilidad, sino una amenaza recurrente para la supervivencia misma del pueblo. Por eso la tradición fue podada: para impedir que la épica antigua se transformara en tentación contemporánea.
Lo que quedó fue un judaísmo reconstruido sobre una premisa distinta: en un mundo dominado por imperios, la fuerza ya no garantizaba continuidad. La interpretación sí. La ley sí. La memoria corregida, también. Y esa reconstrucción —silenciosa, sistemática, calculada— explica por qué, dos milenios más tarde, aún está en disputa si seguimos leyendo un Janucá que celebra un milagro doméstico o una victoria militar, y por qué el nombre de ciertos líderes desapareció del relato. La tradición se convirtió en dique; la memoria, en un instrumento de supervivencia.
El expediente histórico: independencia, poder y colapso
“Su espada se volverá contra ellos mismos.”
— Deuteronomio 32:25
Si se observa la historia con la distancia suficiente, el episodio de los Macabeos se parece menos a una excepción heroica que a un ciclo recurrente. La revuelta que comenzó como un acto de resistencia religiosa contra la helenización terminó inaugurando un siglo de soberanía frágil, atravesada por tensiones internas que erosionaron desde adentro la independencia recién conquistada. Los rabinos del siglo II conocían ese expediente con detalle y no necesitaban exagerarlo para advertir su peligro.
La generación fundadora —Matatías y sus hijos— había combatido contra un imperio extranjero, pero sus descendientes heredaron un poder que no sabían administrar. Con el paso de las décadas, la dinastía asmonea dejó de parecerse a la épica que la originó y comenzó a asemejarse al régimen que había combatido: adoptó formas helenísticas, se acercó a prácticas cortesanas de lujo y clientelismo, y convirtió el sumo sacerdocio en un botín familiar. El resultado fue una progresiva pérdida de legitimidad entre los sectores que, paradójicamente, habían servido como base ideológica de su levantamiento.
El conflicto no tardó en estallar hacia adentro. Bajo el reinado de Alejandro Janneo, la relación entre los asmoneos y los fariseos —los antecesores intelectuales de los sabios rabínicos— se volvió irreconciliable. La disputa no era sólo teológica, sino política: quién definía la vida religiosa del pueblo y quién administraba el poder. El episodio más recordado —la crucifixión de cientos de fariseos tras una revuelta interna— revela que la violencia ya no estaba dirigida contra el extranjero, sino contra los propios. La independencia, que había surgido como un acto de unidad, se degradó en un sistema de persecución interna.
A esa erosión doméstica se sumó la inestabilidad en la línea sucesoria. A la muerte de la reina Salomé Alejandra, sus hijos, Hircano II y Aristóbulo II, transformaron la disputa por el trono en una guerra civil abierta. Cada uno buscó aliados externos y, en un movimiento que la tradición posterior recordaría como advertencia, ambos invitaron al general romano Pompeyo a intervenir como árbitro.
La entrada de Roma en Jerusalén no fue, como suele imaginarse, una invasión unilateral: fue la consecuencia directa de una fractura interna que pidió ayuda al poder imperial. Ese gesto marcó el final efectivo de la soberanía judía. Pompeyo no necesitó conquistar la región: se la entregaron envuelta en la lógica del conflicto faccioso. Desde ahí, la presencia romana se volvió irreversible y la dinastía asmonea quedó reducida a un apéndice del poder imperial.
La independencia que había comenzado con un levantamiento contra un invasor terminó colapsando por la incapacidad de administrar el poder sin convertirlo en instrumento de rivalidad y violencia interna.
En el expediente histórico, los rabinos no vieron una anomalía sino un patrón. El poder político, lejos de consolidar la cohesión interna, abría una cadena de rivalries que terminaba volviéndose contra el propio pueblo. No era una debilidad moral ni un accidente diplomático: era la constatación de que la soberanía —con su corte, su ejército y sus aspiraciones territoriales— multiplicaba los riesgos no por la amenaza externa, sino por la incapacidad de administrar el conflicto interno sin convertirlo en violencia. Y esa violencia seguía siempre el mismo recorrido: comenzaba hacia afuera, justificada como defensa o necesidad estratégica, pero terminaba regresando a la casa propia, convertida en fractura interna.
La historia antigua no mostraba que la independencia fuese imposible; mostraba algo más incómodo: que, en el contexto judío, el acceso al poder solía activar mecanismos de autodestrucción que ningún enemigo había logrado producir por sí solo.
El retorno del músculo: cómo el sionismo invirtió la ingeniería rabínica
“La espada perseguirá a los que sobrevivan, hasta que vuestro corazón desfallezca en la tierra de vuestros enemigos.”
— Levítico 26:36–37
A fines del siglo XIX, cuando el mapa europeo comenzaba a reorganizarse bajo pulsiones nacionalistas, la tradición judía se encontró frente a un nuevo desafío: la emancipación había prometido igualdad, pero los pogromos demostraban que esa promesa era inestable. En ese escenario, el sionismo emergió no como una continuación del judaísmo rabínico, sino como su inversión práctica: un proyecto político que reconectaba a los judíos con aquello que los sabios de Yavne habían considerado demasiado peligroso para la supervivencia colectiva.
La figura decisiva en ese giro fue Max Nordau. En 1898, en el Segundo Congreso Sionista, sostuvo que el “judío del exilio” —encorvado sobre los libros, alejado del cultivo de la tierra y de la defensa física— debía ser reemplazado por un nuevo modelo antropológico. Lo llamó Muskeljudentum, el judaísmo del músculo. La propuesta no era metafórica: planteaba la necesidad de rehacer el cuerpo judío, devolverle vigor, fuerza, presencia física. Era una réplica directa al proyecto rabínico que había sostenido, durante casi dieciocho siglos, que la continuidad no dependía de la espada sino del estudio.
En esa reescritura, los Macabeos volvieron a ocupar el lugar simbólico que los rabinos habían retirado del centro. Las escuelas hebreas de principios del siglo XX enseñaban la historia de Judas Macabeo no como un episodio complejo y contradictorio, sino como la genealogía de un pueblo que recuperaba su capacidad de autodefensa. Las festividades de Janucá se secularizaron en kibutzim y movimientos juveniles, donde una canción —repetida como declaración de principios— decía: “Ningún milagro nos ocurrió; no encontramos vasija de aceite”. La luz, sugerían, provenía del trabajo físico, del sacrificio, del retorno a la tierra.
Ese relato necesitaba un gesto adicional: un símbolo corporal. Lo encontró en el deporte. La organización Maccabi, creada como federación atlética judía, reivindicó el nombre que durante siglos había sido administrado con cautela por la tradición rabínica. Para un sabio del siglo II, usar el título “Macabeo” para un club de gimnasia habría sido una paradoja: el mismo término que sintetizaba los riesgos del poder militar reaparecía ahora como emblema de salud física y unidad nacional. Para el sionismo, en cambio, encarnaba la transformación que necesitaban producir: del lector al soldado, del refugiado al agricultor, del estudiante al pionero.
El proyecto nacional tomó forma sobre esa inversión. El ejército se convirtió en institución unificadora; la soberanía territorial, en objetivo irrenunciable; la fuerza —que la liturgia post–Bar Kojba había desplazado del centro— pasó a ser el fundamento mismo de la seguridad colectiva. Lo que los rabinos habían intentado domesticar a través de la memoria, el sionismo lo restituyó como política de Estado.
Pero ese retorno no fue la continuación natural de una historia interrumpida, ni la reparación de una injusticia acumulada. Fue, más bien, una ruptura deliberada con el dispositivo que había permitido al judaísmo sobrevivir durante dieciocho siglos sin Estado, sin ejército y sin soberanía. Allí donde los rabinos habían identificado un riesgo estructural —la tentación del poder y su cadena previsible de violencia externa seguida de fractura interna— el sionismo leyó una oportunidad para rehacer al pueblo desde la fuerza. No recuperó la tradición: la reescribió en sentido inverso, reinstalando en el centro aquello que la memoria rabínica había apartado por considerarlo incompatible con la continuidad colectiva.
Es en ese punto donde la historia se dobla: la protección que el sionismo buscó en la restauración del poder contradice el principio mismo que había guiado la supervivencia judía. Donde la tradición había preferido un modelo de resistencia cultural, el proyecto moderno reinstaló el músculo como fundamento nacional. No fue un desliz intelectual: fue un giro que reinstaló, como virtud, aquello que la experiencia antigua había señalado como el comienzo del desastre.
Poder, violencia y la profecía que vuelve
“Y se atacarán unos a otros con la espada, aunque nadie los persiga.”
— Levítico 26:37
En el debate contemporáneo, las fracturas internas del mundo judío suelen resolverse con una etiqueta que exonera de pensar: “judíos que se odian a sí mismos”. Con ella se descalifica a quienes critican al Estado desde dentro —religiosos anti-estatales, jasídicos de Brooklyn, activistas seculares— como si cuestionaran su identidad y no su historia. Pero basta recorrer el archivo completo para advertir que muchos de ellos no hablan desde el rechazo, sino desde la memoria. Y que esa memoria no es una excentricidad moderna: es la advertencia más antigua del legado rabínico.
Después del desastre de Bar Kojba, los sabios no sólo reescribieron la liturgia: levantaron un mecanismo de contención destinado a impedir que el pueblo repitiera el mismo recorrido. Ese dispositivo —los Tres Juramentos del tratado Ketubot— no operaba como un código penal, sino como una frontera psicológica colectiva. Decía, en esencia, que volver en masa a la tierra, alzarse contra las potencias del momento o intentar acelerar la redención antes de tiempo no era una expresión de esperanza, sino la primera estación de un ciclo probado hasta el agotamiento: violencia hacia afuera seguida de fractura interna. No era Roma lo que inquietaba a los rabinos, sino la recurrencia interna: la forma en que el poder político judío, una vez activado, tendía a volverse contra los propios.
Por eso, cuando uno observa a Satmar, a Neturei Karta o a los barrios cerrados de Mea Shearim, no encuentra sólo sectas pintorescas, sino quizá las últimas comunidades que siguen tomando en serio ese expediente histórico. Para ellos, el Estado moderno no es la coronación de la historia, sino la reactivación del peligro que la tradición había intentado neutralizar. Y el presente —para su desgracia y para su razón— no deja de darles materiales.
La historia, leída en secuencia, confirma ese patrón con una regularidad casi clínica. La dinastía macabea, que en el 164 a. C. expulsó a los seléucidas, terminó ejecutando fariseos una generación más tarde. A fines del siglo I a. C., la disputa entre Hircano II y Aristóbulo II desembocó en que Pompeyo entrara en Jerusalén en el 63 a. C., invitado por facciones judías incapaces de resolver su propio conflicto. En el 132 d. C., la revuelta de Bar Kojba —proclamada mesiánica por Rabí Akiva— no sólo enfrentó a los judíos con Roma, sino que persiguió y eliminó a correligionarios considerados tibios antes de llevar al país a una devastación que ni los romanos habían previsto con semejante intensidad. Ese mismo reflejo reapareció en el período moderno: en los años previos a la independencia, militantes del movimiento Betar, convencidos de que la violencia era la única vía de salvación judía, participaron en pogroms contra judíos izquierdistas en Varsovia y otras ciudades de Europa Oriental, episodios donde el enemigo inmediato no era el antisemita externo, sino el judío que discrepaba de la línea sionista revisionista. En 1924, en Jerusalén, el Irgún asesinó al poeta Jaacov de Haan por oponerse al sionismo y dialogar con dirigentes árabes; y en 1948, en plena guerra de independencia, la Hagana hundió frente a Haifa el Altalena, un barco cargado de armas y combatientes judíos, en un episodio que dejó muertos por fuego judío en nombre de la hegemonía militar. El ciclo no se interrumpió con la creación del Estado: en 1995, Yigal Amir —un judío mizrají, criado en ambientes nacional-religiosos y convencido de que la halajá autorizaba matar a un gobernante que cedía territorio— asesinó a Yitzhak Rabin después de que varios intentos previos fracasaran. La amenaza, otra vez, no vino del enemigo externo: vino del interior del propio proyecto, movida por la convicción de que sólo la violencia preserva al pueblo.
Una y otra vez, el recorrido se repite: la violencia que empieza fuera de la frontera no se detiene en la frontera, sino que regresa al centro del pueblo, reorganizada como purga, sospecha o guerra interna.
Ese mecanismo reaparece hoy con una nitidez que desmiente cualquier idea de excepcionalidad contemporánea. Cerca del 80% de la sociedad israelí respalda la consigna de directamente “eliminar” a los palestinos y destruir a los Estados vecinos. No se trata de un estallido emocional: después del 7 de octubre se convirtió en una convicción estructural que abarca a formaciones juveniles en Israel y en la diáspora. Entre ellas, Noar HaGvaot —los llamados Jóvenes de las Colinas— opera como una tercera vía inquietante dentro del esquema histórico que venimos siguiendo. Si los rabinos del siglo II eran el freno de mano que buscaba neutralizar la tentación del poder, y el sionismo clásico de Ben Gurion fue el motor estatal que reinstaló la soberanía como eje, los Jóvenes de las Colinas son el acelerador a fondo sin frenos: un movimiento que se concibe a sí mismo como heredero no sólo de los Macabeos, sino de los zelotes y sicarios del siglo I. No reconocen la autoridad de la ley israelí, sino únicamente la de la Torá tal como ellos la interpretan; y allí donde el Estado pretende administrar la violencia, ellos la despliegan como mandato religioso. Esa violencia que se dirige hacia afuera encuentra un espejo inmediato hacia adentro: agresiones contra activistas de derechos humanos, ataques a organizaciones como B’Tselem o Breaking the Silence, linchamientos simbólicos de periodistas críticos y campañas destinadas a expulsar cualquier disidencia del espacio público. El país que afirma defenderse de enemigos externos ha convertido buena parte de su energía en vigilar, disciplinar y, llegado el caso, castigar a sus propios ciudadanos. No sorprende que uno de cada cuatro israelíes declare su deseo de emigrar. Tampoco sorprende que la política nacional esté menos centrada en los vecinos que en los antagonismos domésticos: religiosos contra laicos, colonos contra urbanitas, derechas contra derechas.
En ese contexto, la acusación de “judíos que se odian a sí mismos” revela su verdadera función: silenciar a quienes recuerdan que este ciclo ya fue diagnosticado por la tradición. Los de Satmar, los de Mea Shearim, los activistas laicos que denuncian la ocupación y los analistas que alertan sobre la erosión institucional comparten algo más que su desacuerdo con el Estado: comparten una intuición histórica. La intuición de que el poder judío no sólo puede volverse destructivo hacia los otros, sino —con mayor frecuencia— hacia los propios judíos.
En la tradición posterior, algunos rabinos e historiadores intentaron resolver la tensión con una fórmula conciliadora: el milagro ocurrió, pero alguien tuvo que encender la primera llama. El reconocimiento no negaba la violencia que había permitido recuperar el templo, pero la relegaba al plano de lo contingente, no al de lo ejemplar. El mensaje era claro: la acción puede abrir el camino, pero no lo legitima. Y, como si quisiera fijar ese límite para siempre, Isaías dejó una advertencia cuyo eco resulta difícil ignorar: “Por cuanto habéis confiado en la violencia… y sobre ello os habéis apoyado, ese pecado será para vosotros como una brecha que se abre” (Is. 30:12–13). No condenaba la defensa propia; condenaba la fascinación. Señalaba que cuando la fuerza se convierte en teología —cuando deja de ser un recurso y pasa a ser un principio— el colapso ya está contenido en su interior. Era una profecía contra la tentación del músculo: una forma temprana de decir que no toda victoria asegura continuidad y que, en la historia judía, las victorias suelen ser el comienzo del daño.
Tal vez —sólo tal vez— quienes sostienen que el Estado moderno reactivó el peligro que los rabinos intentaron desactivar hace dos mil años no estén tan equivocados. No porque el mundo sea hostil, sino porque la historia judía demuestra, con una regularidad casi trágica, que el ejercicio del poder militar y la soberanía absoluta tienden a terminar siempre en el mismo lugar: en la autodestrucción.
La violencia que comienza en la frontera vuelve siempre, inexorablemente, a la casa propia. Y quizás sea el momento de recuperar la vieja lectura de Janucá y revisar, sin autoengaños, las interpretaciones contemporáneas sobre la seguridad del pueblo judío en la tierra de Israel.


