La Libertad como Coartada
La mutación del poder en manos de la élite tecnológica.
El día en que una empresa dijo que la CIA era su tapadera
La frase apareció en una entrevista menor, de esas que circulan por los foros tecnológicos sin despertar demasiada atención. Le preguntaron a Alex Karp, el filósofo convertido en CEO de Palantir, si su empresa era —como repiten analistas y conspirólogos con idéntica convicción— una tapadera de la CIA. Karp respondió sin afectación, casi con cortesía: “La CIA es la tapadera de Palantir.”
No buscaba provocar. Era, de hecho, lo más parecido a una aclaración técnica. En su literalidad dejaba ver algo más profundo que el orgullo corporativo: la inversión silenciosa del orden político. Desde hace años, gobiernos que ya no pueden administrar sus propias capacidades estadísticas, militares o sanitarias dependen de Palantir para saber qué ocurre dentro de su territorio. En ese ecosistema, la agencia de inteligencia más influyente del siglo XX aparece, efectivamente, como una instancia secundaria, una fachada institucional para operaciones que la empresa ejecuta con mayor velocidad, mayor alcance y, sobre todo, mayor certidumbre.
El comentario habría parecido delirante hace dos décadas. Hoy funciona como una descripción razonable del presente. No porque Palantir haya reemplazado a la CIA, sino porque ambas operan en un mundo donde las instituciones ya no garantizan el poder: apenas lo administran. Y en esa administración, la ventaja comparativa no está en la tradición ni en la ley, sino en la capacidad de procesar información con suficiente velocidad como para convertir la autoridad en una consecuencia del cálculo.
La frase resume una época que delegó la soberanía en proveedores tecnológicos mientras fingía no haberlo hecho. En Estado eléctrico —esa distopía donde las instituciones siguen en pie mucho después de haber perdido la capacidad de gobernar— la política aparece como un decorado persistente: edificios que se mantienen, sellos que se usan, comunicados que se redactan, pero cuyo sentido se ha desplazado a otra parte. Lo inquietante, al traer esa ficción al presente, no es su radicalidad, sino su modestia: la novela imagina un Estado vaciado por el colapso, cuando la política contemporánea parece dispuesta a vaciarlo antes.
Y lo interesante es que no se trata de una provocación ideológica, sino de un balance de poder. Desde Washington hasta Bruselas, las burocracias dependen de Palantir para ver lo que administran. Ministerios de defensa, agencias tributarias, unidades de inteligencia: todos tercerizan lo único que el Estado no debería externalizar, que es la capacidad de interpretar la realidad. De ahí que Karp pueda permitirse la ironía tranquila del ejecutor que ya no necesita la retórica del mando. El Estado sobrevive como fachada; la soberanía, como servicio.
Que el jefe de una empresa responda que la CIA es su tapadera no revela su arrogancia, sino nuestra dependencia. Y quizá también la intuición más seca del momento: el Estado sigue hablando en nombre del poder, pero el poder hace tiempo que cambió de voz.
Thiel, la PayPal Mafia y la educación de una élite que “no cree” en el Estado
Antes de que Palantir se convirtiera en la empresa que ahora afirma que la CIA es su tapadera, existió un pequeño grupo de veinteañeros que trabajaba en un cubículo de Palo Alto convencido de estar reinventando el dinero. A ese núcleo —que luego la prensa bautizó como la PayPal Mafia— lo unía una certeza: el Estado era, en el mejor de los casos, un estorbo; en el peor, un antagonista. Lo que entonces parecía arrogancia juvenil era, en realidad, la primera versión de un programa político.
Peter Thiel llegó allí después de un recorrido biográfico poco habitual para Silicon Valley. No provenía de garajes ni de ferias de hackers, sino de Stanford, donde se movió entre seminarios de filosofía política, debates sobre Carl Schmitt y clases del antropólogo René Girard. De Girard tomó la convicción de que el deseo humano es esencialmente conflictivo y que la modernidad, al desmantelar los viejos mecanismos de contención, había dejado a las sociedades sin capacidad de administrar su propia violencia. De Schmitt adoptó algo todavía más perturbador: la idea de que toda política es, finalmente, una decisión sobre quién manda.
Ese cruce formó a un tipo de empresario que no cree en la neutralidad del mercado y que —a diferencia de la cultura emprendedora que lo rodeaba— nunca vio a la tecnología como herramienta, sino como instrumento de orden. Silicon Valley pensaba en disrupción; Thiel, en jerarquía. Donde otros veían soluciones, él veía una teología sin revelación: una élite llamada a gobernar a través de la infraestructura.
En PayPal encontró el laboratorio ideal. El sistema financiero era, para Thiel, el último bastión de la burocracia moderna: ineficiente, rígido, expuesto a controles estatales que él interpretaba como residuos de un orden en decadencia. El proyecto de digitalizar los pagos no era solo una innovación técnica: era una declaración política. En retrospectiva, PayPal fue el primer intento serio de crear un territorio soberano sin territorio, un espacio donde el Estado solo podía intervenir de prestado, siempre un paso atrás del código.
A su alrededor, la PayPal Mafia tomó caminos distintos: Musk buscó energía y cohetes; Levchin apuntó a la biometría; Hoffman se convirtió en el arquitecto de las redes profesionales. Pero Thiel persistió en lo suyo: construir el bloque intelectual y financiero de una élite que no cree en la democracia liberal, ni en la igualdad, ni en la regulación, ni en el principio de que los Estados existen para limitar el poder privado.
Lo que los unía no eran las biografías, sino la convicción compartida de pertenecer a una generación destinada a reemplazar a las instituciones antes de que las instituciones colapsaran por su propio peso. Años después, cuando Palantir se impuso como la plataforma de inteligencia del Pentágono y la OTAN, la frase de Karp —esa frase que parecía un exceso— adquirió una transparencia inquietante: no era una provocación; era el cierre lógico de una trayectoria que había empezado el día en que un grupo de jóvenes concluyó que la autoridad podía escribirse en código.
De ese linaje —más aristocrático que tecnológico, más teológico que emprendedor— nace la idea de que el Estado no debe ser reformado, sino superado. No por un golpe, no por una revolución, sino por una infraestructura más competente.
Y en esa convicción está la raíz del nuevo orden.
La alianza oscura: cuando el libertarismo necesita una teología del orden
Para entender el recorrido político de Peter Thiel —y el extraño lugar que ocupa hoy en la derecha global— hay que abandonar la caricatura del libertario clásico. Thiel nunca fue el emprendedor que defiende el mercado como un terreno neutral o la competencia como un mecanismo de ascenso. Lo suyo siempre fue más ambicioso: la búsqueda de un orden capaz de sobrevivir al derrumbe de las instituciones que, según él, ya no pueden sostener la civilización occidental.
Ese impulso lo llevó a un encuentro improbable entre Silicon Valley y una corriente intelectual que, con deliberado tono decadentista, se hace llamar la Ilustración Oscura. Allí, entre blogueros que leen a Hobbes con nostalgia y programadores que desconfían del voto universal, encontró algo que el libertarismo no podía darle: una teoría del poder.
Para los libertarios tradicionales, el Estado es un problema. Para los discípulos de Yarvin, el Estado es un error. Y para Thiel, que nunca creyó en la espontaneidad del mercado, ambas afirmaciones eran insuficientes. Le interesaba otra cosa: la posibilidad de que una élite técnica —menos sujeta a la volatilidad democrática y más confiada en su propia superioridad moral— pudiera administrar el siglo XXI sin el ruido de las mayorías.
En ese clima, el discurso libertario y la estética autoritaria de la Ilustración Oscura no se contradecían: se complementaban. El primero proveía la narrativa moral: “la libertad”, “el emprendimiento”, “el individuo frente al Leviatán”. El segundo aportaba la estructura política: la idea de que la democracia es una maquinaria obsoleta, incapaz de procesar la complejidad contemporánea, y que el destino institucional del mundo será, tarde o temprano, una forma de administración concentrada.
Thiel leyó esa convergencia como quien descubre una arquitectura ya delineada y solo necesita financiar los ladrillos. No hacía falta defender golpes de Estado ni teorías conspirativas: bastaba con construir las herramientas que permitieran gobernar sin pedir permiso. El poder no se toma; se programa.
Por eso, cuando años después Palantir empezó a operar como interfaz del Pentágono, del ICE, la OTAN y de incontables ministerios europeos, muchos interpretaron esa expansión como un éxito comercial. En realidad era el aterrizaje institucional de una convicción previa: que el Estado liberal podía conservar sus edificios, sus ceremonias y sus proclamas republicanas, siempre y cuando delegara su sustancia —la capacidad de ver, decidir y ejecutar— en una infraestructura más competente que él.
Nada describe mejor esa convergencia que la propia lógica de Palantir: un sistema diseñado para eliminar el intervalo entre información y decisión, entre amenaza y respuesta, entre el conflicto y la autoridad. Lo que Yarvin proponía en sus ensayos, Thiel financiaba en sus fundaciones y Karp afinaba en sus laboratorios es, en esencia, la misma operación: convertir la política en un problema técnico y la soberanía en un flujo de datos.
La alianza entre libertarios y reaccionarios no surgió de un malentendido ideológico, sino de una coincidencia práctica. Ambos desconfiaban del Estado; ambos creían que la igualdad es una ficción tranquilizadora; ambos preferían una élite decisoria antes que un sistema de frenos y contrapesos. Lo único que faltaba era demostrar que ese orden no solo era deseable, sino eficiente.
Palantir se encargó del resto.
Palantir como Estado operativo
Hubo un momento, a principios de la década pasada, en que Palantir dejó de ser un contratista tecnológico y comenzó a comportarse como aquello que nunca declaró ser pero siempre aspiró a ocupar: el mecanismo desde el cual los Estados entienden el mundo. Ese paso, que en la superficie se disfraza de actualización administrativa, tiene la estructura íntima de un desplazamiento de poder. No es que los ministerios, las agencias o los ejércitos hayan renunciado a sus funciones; es que aceptaron realizarlas a través de un interlocutor que les provee una visión más clara que la que ellos mismos pueden producir.
Karp suele hablar de esto con una cortesía que no es modestia, sino cálculo. En las cartas a los accionistas —esas piezas que algunos leen buscando números y otros, cada vez más, consultan como quien estudia la admonición de un oráculo— insiste en que las democracias occidentales están dirigidas por una élite que ha perdido las virtudes elementales del mando. No les reprocha corrupción ni frivolidad; les reprocha algo más profundo: la falta de convicción, un déficit que, para él, explica tanto la parálisis de las burocracias como la impotencia de los gobiernos frente a amenazas que se mueven a un ritmo incompatible con los procesos deliberativos.
En ese diagnóstico, Palantir no aparece como la empresa que auxilia al Estado, sino como la estructura que lo reemplaza sin que el Estado lo note del todo. La noción de Ontología —ese término filosófico que en manos de Palantir deja de designar lo que existe para nombrar lo que puede ser administrado— opera como el pasaje de una época a otra: una plataforma que reúne datos, operaciones, jerarquías, riesgos y decisiones en un solo plano, donde la política se vuelve apenas una capa narrativa superpuesta a un orden ya calculado.
Lo decisivo no es la tecnología, sino la insinuación contenida en su diseño: la realidad solo puede gobernarse si antes ha sido procesada.
Y quien procesa, gobierna.
Los ministerios que adoptan esta infraestructura terminan dependiendo de ella con la misma naturalidad con la que un cuerpo depende de su sistema nervioso. Nada escandaloso, nada grandilocuente: simplemente una forma de ver que se impone a otras formas de ver porque es más rápida, más precisa y más difícil de discutir. Si el modelo indica que un riesgo es inminente, la discusión política deja de ser un intercambio de argumentos y se convierte en un acto de confirmación técnica. La conversación pública llega después; la decisión ya ocurrió.
En ese contexto, la frase de Karp —esa sentencia que parecía un exceso irónico sobre la CIA— adquiere un nuevo sentido. No es un gesto de soberbia ni un desliz verbal: es la constatación de que el aparato estatal conserva el prestigio, pero no la primacía. Puede seguir firmando resoluciones, redactando decretos, celebrando la liturgia republicana. Lo que ha dejado de hacer, sin admitirlo, es producir la visión a partir de la cual se gobierna.
La delegación no es explícita, pero es real. Y lo notable es que no requiere conspiraciones ni asaltos institucionales: basta con que las democracias, agotadas de sí mismas, acepten que alguien más haga el trabajo por ellas. Ese “alguien” —Palantir— aparece, entonces, como la entidad que traduce el caos en orden, la incertidumbre en probabilidad, la amenaza en una función que puede monitorearse desde un tablero impecablemente iluminado. El Estado, que alguna vez creyó que gobernar era decidir, descubre que gobernar es interpretar; y que esa interpretación ya no la produce él.
Así, la política preserva sus rituales, pero pierde su sustancia. La soberanía mantiene su vocabulario, pero pierde su gramática. Y la frase de Karp, lejos de ser una provocación, se vuelve una descripción precisa del mundo: el Estado continúa hablando en nombre del poder; el poder, mientras tanto, opera desde otra parte.
Soberanía por suscripción: el nuevo régimen político
Hay países que externalizan la construcción de carreteras, la administración de hospitales o la gestión tributaria. Pero externalizar la soberanía —aunque nadie lo diga en voz alta— es otra cosa. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre cuando Palantir se vuelve el filtro epistemológico a través del cual el Estado ve lo que dice gobernar. A partir de ese momento, la autoridad formal del gobierno convive con una dependencia técnica que lo relega a un plano secundario: el Estado conserva la voz, pero no el oído; mantiene el discurso, pero no el diagnóstico.
En la teoría política clásica, la soberanía es inseparable de la capacidad de decidir. En la práctica contemporánea, la decisión ya no depende de la voluntad del gobernante, sino de la estructura informativa desde la cual evalúa riesgos y determina prioridades. Quien controla esa estructura no manda en sentido jurídico, pero condiciona todo lo que puede ser mandado. Es una forma de poder tan silenciosa que pasa inadvertida incluso para quienes la ejercen.
El Estado, que durante siglos definió su legitimidad por la monopolización del uso de la fuerza, ahora necesita asegurarse otra cosa: la monopolización del conocimiento operativo. Pero ese monopolio ya no le pertenece. La capacidad de integrar datos dispersos, de convertir fenómenos caóticos en secuencias interpretables, de transformar intuiciones en probabilidades es demasiado compleja para las burocracias que nacieron en otra era. Y la tentación de tercerizar esa complejidad, bajo el argumento impecable de la eficiencia, se vuelve irresistible.
Así empieza una dinámica nueva: los gobiernos ya no contratan tecnología; contratan soberanía en cuotas. Pagan por la capacidad de ver su territorio, entender sus amenazas, administrar sus crisis. Y, al hacerlo, ceden aquello que ninguna Constitución menciona pero todas presuponen: el derecho de definir qué es real.
En Estado eléctrico, ese desplazamiento es presentado como una consecuencia de la ruina material del país. En nuestro mundo ocurre al revés: no es el colapso lo que habilita la delegación, sino la ilusión de modernización. Un Estado que contrata ontologías cree estar incorporando capacidades; lo que incorpora, sin advertirlo, es una gramática ajena que determina cómo debe entenderse el orden interno, cómo deben priorizarse los recursos y qué amenazas merecen atención.
Los funcionarios pueden seguir discutiendo presupuestos, reformando leyes, inaugurando programas. Nada de eso modifica la lógica profunda que ordena la administración pública cuando la visión proviene de una infraestructura espacialmente lejana y conceptualmente opaca. Y esa lógica —que no pide legitimidad porque se justifica con rendimiento— no necesita reemplazar al Estado para desplazarlo. Le basta con hacerlo dependiente.
Lo más revelador de este proceso es que no requiere convicciones autoritarias ni proyectos antidemocráticos explícitos. Ocurre por acumulación: cada nueva dependencia técnica se presenta como una mejora; cada transición hacia un sistema privado se enmarca en la retórica de la innovación. La política no desaparece: se deshidrata, se vuelve un formalismo que flota por encima de un núcleo duro administrado con herramientas que la política no sabe, ni puede, ni quiere auditar.
La soberanía, en esa configuración, deja de ser un atributo indivisible del Estado para convertirse en un contrato renovable. El Parlamento vota leyes, pero la infraestructura decide qué variables son relevantes; los gobiernos diseñan políticas, pero los modelos determinan qué escenarios deben considerarse plausibles; las instituciones ordenan la vida pública, pero lo hacen con información que no producen, no controlan y no comprenden del todo.
El resultado es un régimen extraño, híbrido, donde la autoridad pública conserva su liturgia pero cede su sustancia. Es un orden que no necesita símbolos de fuerza para ejercer fuerza, ni actos de poder para producir poder. Basta con mantener en funcionamiento el sistema operativo. De allí la frase de Karp: no anuncia una inversión del mando, simplemente la describe. El Estado sigue rogando ser el protagonista, pero el guion hace tiempo que lo escribe otro.
La libertad como tapadera de un orden jerárquico
Hay un último punto que conviene mirar de frente, aunque la época prefiera esquivarlo. Detrás del barniz libertario con que se presenta buena parte de la élite tecnológica —ese evangelio que promete emancipación individual, desregulación y creatividad sin frenos— opera un principio mucho más antiguo y mucho menos romántico: la restauración del orden jerárquico. Un orden que no se justifica con coronas ni constituciones, sino con un argumento más eficaz: la superioridad técnica. Thiel, Karp y su constelación de aliados han aprendido a usar la palabra “libertad” como un pasaporte retórico que habilita cualquier desplazamiento del poder; una clave verbal que, al mismo tiempo que se proclama emancipadora, prepara las condiciones para reinstalar un sistema de prerrogativas.
Por eso la paradoja conviene enunciarla sin maquillaje: la élite usa la proclama libertaria cuando el poder y las circunstancias le impiden pronunciar las palabras reales que desearía usar. Hablan de libertad porque no pueden decir orden; invocan al individuo porque no pueden declarar jerarquía. El problema no se trata de libertad —nunca lo fue—: se trata de orden y disciplinamiento jerárquico, un orden que se administra con todo el poder del Estado, no con un Estado reducido o debilitado, sino con uno cada vez más eficaz en su función de clasificar, segmentar y normalizar. Y esa operación, lejos de ampliar derechos, los reescribe: no discute igualdad, discute prerrogativas; no pretende la emancipación, pretende la clasificación.
Aquí Foucault entra sin pedir permiso, no como cita erudita, sino como constatación empírica. El poder ya no necesita prohibir; le basta con medir. No necesita vigilar; le alcanza con predecir. No necesita decir “no”; puede sugerir rutas que convierten el “sí” en la única opción racional. La infraestructura que organiza la realidad —esa Ontología que Palantir distribuye entre gobiernos que ya no pueden interpretar aquello que administran— produce obediencia sin violencia, subordinación sin decreto, normalización sin conflicto. La democracia, en este esquema, se vuelve un ruido incómodo: no porque amenace la libertad, sino porque estorba la eficiencia.
La élite tecnológica no quiere abolir la democracia —no sería práctico—, pero sí reducirla a su mínima expresión funcional: un trámite electoral que confirma, cada tanto, la continuidad de un orden gobernado desde otro lugar. En ese punto, la frase de Karp —la CIA como tapadera de Palantir— deja de sonar provocadora y se convierte en un diagnóstico involuntario: no está diciendo que una empresa haya capturado al Estado, sino que la democracia liberal carece hoy de su instrumento básico de autodefensa: la capacidad de producir verdad propia.
Y cuando la verdad se terceriza, la libertad se convierte en una palabra decorativa. Un emblema para discursos, no un límite para el poder. La distopía de Estado eléctrico imaginaba un país devastado que, después del colapso, entregaba su soberanía a sistemas opacos. Nuestro tiempo, más sutil y más cómodo, parece haber elegido el camino inverso: delegar la soberanía antes de que el colapso ocurra. Como si la política hubiera decidido anticiparse a su propio vacío.
El Estado —y las élites que lo orbitan— siguen pronunciando la palabra “libertad” con una solemnidad casi ritual. Pero la libertad que articulan ya no es la que limita el poder, sino la que lo justifica. Y en ese desliz semántico —ese movimiento imperceptible del sentido hacia su contrario— se juega la verdadera definición de nuestra época. Porque la libertad, lejos de ser el telón de fondo del poder, se ha convertido en su coartada. Y cuando el poder encuentra una coartada perfecta, la democracia deja de ser un sistema político para convertirse en otra tapadera más.


