La tarde en que Trump reconoció a un socialista
El costo de vida como nuevo mapa de poder
Durante meses se dijeron de todo. Trump lo llamó “comunista”; Mamdani lo describió como “déspota” y “fascista”. Había suficiente artillería retórica como para anticipar un encuentro ríspido, un protocolo congelado o una tregua apenas funcional para las cámaras. Pero ocurrió lo contrario: se sentaron, conversaron con una naturalidad desconcertante y salieron del Salón Oval como si hubieran descubierto, en apenas treinta minutos, un territorio de afinidad que ningún mapa partidario contemplaba.
Para calibrar el desvío emocional conviene recordar quién es Trump cuando no representa el papel de estadista benévolo. Dos días antes, frente a una periodista que preguntó por los Archivos Epstein, la fulminó con un “cállate, cerdita”. Y en esos mismos días, interrogado por el asesinato y descuartizamiento de Jamal Khashoggi en un consulado saudí, redujo la escena a su conocida fórmula moral: “son cosas que pasan”. Ese hombre —que oscila entre la agresión y la indiferencia como si fueran registros profesionales— apareció en la Oficina Oval con un gesto inusual: una cordialidad abierta, cálida, casi paternal hacia el nuevo alcalde de Nueva York.
“Hizo una carrera increíble… los derrotó con facilidad”, dijo Trump, no con el tono protocolar de un presidente que recibe a un funcionario de otra línea política, sino con el orgullo de quien reconoce en el otro una forma de éxito que entiende y valora. Minutos después, cuando le preguntaron a Mamdani si se retractaba de haberlo llamado fascista, Trump intervino con una mezcla de risa, complicidad y gesto protector. Le dio un par de palmaditas en el brazo y, con una sonrisa, le ofreció una salida indulgente: “Di ‘ok’, es más fácil que explicarlo.”
No fue una muestra de distancia irónica ni una maniobra táctica para desactivar tensión. Fue un reflejo afectuoso, casi de tutor, que decía más que cualquier frase. El presidente que suele convertir la disidencia en un campo de exterminio verbal se mostró dispuesto a suavizarle el escenario a un socialista que, en teoría, venía a desafiarlo.
La escena obliga a una pregunta que la política convencional no tiene cómo procesar: ¿qué ocurrió ahí? ¿Por qué Trump, que reserva la paciencia para un puñado de líderes fuertes —y nunca para sus críticos domésticos— se comportó con Mamdani como si estuviera reconociendo en él algo más que un adversario circunstancial? ¿Y qué revela esa afectuosidad repentina sobre el estado real de la política estadounidense, donde los insultos se administran para la superficie, pero las afinidades se deciden en un registro mucho más íntimo y opaco?
Lo que vimos en la Casa Blanca no fue un malentendido escénico ni un ejercicio de moderación programática. Fue una anomalía: dos figuras enfrentadas durante meses que, sin embargo, exhibieron una sintonía inesperada, casi confidencial. Y esa anomalía obliga a mirar no sólo lo que se dijo, sino, sobre todo, lo que no se vio.
Lo que no se vio en el Salón Oval
Para entender la escena completa hay que partir de una premisa incómoda: lo más relevante de la reunión no ocurrió frente a las cámaras. La imagen exhibió cordialidad; el trasfondo, en cambio, fue el de un presidente acorralado que necesitaba un movimiento de distracción y un alcalde electo convertido, sin proponérselo, en la herramienta perfecta para producirla.
Era llamativo que, en un encuentro de esa magnitud, sólo estuviera visible el secretario del Tesoro. El resto del equipo permaneció fuera de plano, como si la Casa Blanca hubiese querido reducir al mínimo cualquier mediación entre Trump y Mamdani. No era discreción: era una señal. Trump quería manejar la escena sin intermediarios, como hace cuando percibe que la situación lo exige o cuando intenta desplazar la atención de los problemas que lo cercan.
Y los problemas eran muchos. La presión creciente por los Archivos Epstein. Las fisuras dentro de MAGA provocadas por el apoyo incondicional a Israel —una posición que choca con un sector de su base, en especial con quienes insisten en que el America First debe aplicarse también a la política exterior. La tensión acumulada por un año electoral que no le permite exhibir debilidad. Frente a ese cuadro, Trump recurrió a una de sus viejas especialidades: las armas de distracción masiva.
En ese cálculo, Mamdani era un instrumento ideal. No por ingenuidad —que no la tiene— sino porque su sola presencia descoloca. Para la prensa conservadora, un socialista en la Oficina Oval debía convertirse en un antagonista funcional; para la progresía, un diálogo cordial con Trump debía activar la alarma moral. En ambos casos, Trump capitalizaba la confusión. La escena lo sacaba del encierro narrativo en el que estaba atrapado y lo proyectaba, aunque fuera por un instante, como un líder capaz de dialogar con alguien que representa todo lo que su partido dice combatir.
Pero limitar la lectura a la táctica sería insuficiente. Un segundo elemento explica lo que no se vio: Trump sentía una fascinación genuina. A él no le atraen los fieles, le atraen los fuertes.
Mamdani encajó sin esfuerzo en esa categoría. A su edad, derrotar al establishment demócrata de Nueva York no es sólo un triunfo electoral: es la conquista de un territorio simbólico donde el poder real —el que pesa más que los partidos— toma nota. Trump vio en él un ganador. Y vio, además, algo que él mismo no tiene, pero que admira sin ambigüedades en los otros: convicciones sólidas. Trump no es un hombre de principios, pero reconoce la potencia que la convicción otorga a quienes la sostienen. No necesita envidiarlos para respetarlos: basta que no titubeen. Para Trump, la firmeza —aunque sea ajena— es una forma de fuerza, y la fuerza es la única virtud política que realmente le importa.
Por eso, más que estrategia, lo que presenciamos fue admiración, incluso afecto paternal, una actitud que no se improvisa. La sonrisa, las palmaditas en el brazo, la risa cuando lo incitó a no retractarse: todo eso pertenece al registro íntimo de Trump, no al público. Y eso es precisamente lo que no se vio, pero que definió la escena.
La fascinación de Trump por los ganadores
En la política trumpista hay un código interno que pesa más que cualquier ideología: la jerarquía de los ganadores. Para Trump, la diferencia entre un aliado y un rival no se define por la afinidad doctrinaria, sino por la capacidad del otro de sostener su propio peso en la escena. No es casual que el presidente haya construido su identidad pública sobre esa palabra —“winner”— hasta convertirla en un marcador moral. En su universo, los fuertes son aquellos capaces de desafiarlo sin perder el equilibrio; los débiles, los que sólo saben agradarlo.
“Hizo una carrera increíble… derrotó a gente muy inteligente, y los derrotó con facilidad.” dijo Trump, con una mirada de admiración difícil de disimular. Por eso la conducta paternal con Mamdani no fue improvisación. Trump reconoce en él un tipo de liderazgo que respeta incluso cuando debería combatirlo: alguien que venció a un aparato entero, que se sostuvo en sus convicciones y que no se achicó ante la presión. En su lógica, Mamdani no es simplemente un socialista; es un socialista que ganó. Y eso, para Trump, vuelve cualquier etiqueta ideológica secundaria.
La clave no está en los nombres, sino en el tipo de liderazgo que Trump reconoce como propio. No admira a Macron, a Mohamed bin Salman o incluso a Pedro Sánchez por sus posiciones políticas, sino por algo más primario: la capacidad de ocupar la escena sin pedir permiso. Por eso su vínculo con Putin osciló siempre entre la competencia y la fascinación. Para Trump, la ideología es intercambiable; el carácter, no. La fuerza sin duda es la única autoridad que respeta.
A los sumisos, en cambio, los menosprecia. Ahí está el ejemplo reciente de Milei: lo acaricia en público, pero lo exhibe como un accesorio. Lo celebra por su devoción, pero no lo respeta por su fuerza. Esa combinación —elogio ruidoso y humillación silenciosa— es el destino de quienes se le entregan sin resistencia. Lo contrario ocurre con quienes llegan a la escena con una identidad que no depende de él.
“Creo que va a sorprender a algunos conservadores. Va a ser un gran alcalde.” afirmó Trump, con una convicción que era menos estrategia que reconocimiento. Y es justamente ahí donde se ubica Mamdani. No pidió permiso, no buscó congraciarse, no moderó su discurso. En plena conferencia, frente al propio presidente, reiteró que había acusado al gobierno israelí de cometer un genocidio. Y Trump, lejos de incomodarse, sonrió. Mamdani hizo lo que los líderes fuertes hacen —mantener el eje propio—, y Trump respondió como suele responder ante la fuerza: con respeto.
Esa reacción no lo convierte en aliado político. Lo convierte en algo más complejo: un interlocutor que despierta la mezcla de competencia y respeto que Trump reserva sólo para quienes percibe como actores reales, no como satélites. En ese sentido, la escena del Salón Oval no fue un gesto aislado. Fue la confirmación de que, para Trump, las diferencias ideológicas siempre son negociables; lo innegociable es la debilidad.
Mamdani, al no mostrarla, ingresó en un registro insólito: el del socialista tratado como un igual por el presidente republicano más agresivo de la historia reciente. Para entender lo que viene, ese gesto importa más que cualquier frase.
La reacción inesperada: desconcierto en las bases, furia en los fieles, y una prensa atrapada en sus propios reflejos
La escena entre Trump y Mamdani no sólo sorprendió a quienes la vieron por televisión: descolocó, casi en simultáneo, a los tres públicos que creían conocer de antemano el libreto político del día. A la base republicana, a la progresía neoyorquina y a los medios tradicionales que insistieron en interpretar la realidad desde los mapas conceptuales del pasado.
El desconcierto más inmediato vino del propio ecosistema trumpista. En los sectores de MAGA que viven la política como una contienda moral —una guerra santa contra el socialismo, el multiculturalismo o cualquier desviación del orden que consideran natural— la cordialidad entre ambos cayó como una traición inesperada. Para esos militantes, acostumbrados a ver en Mamdani una amenaza existencial, el gesto de Trump fue incomprensible. Curtis Sliwa, excandidato republicano a la alcaldía, lo sintetizó con una frase que circuló entre sus seguidores con más amargura que ironía: “Nos pasamos ocho meses viendo King Kong contra Godzilla, y al final todo fue un engaño”.
Para ellos, la política funciona como una batalla de identidades fijas, no como un campo en movimiento. Que Trump pudiera elogiar a un socialista, defenderlo de las preguntas incómodas e incluso inducirlo a no retractarse del insulto de “fascista”, desarmó esa lógica. En ese instante, Trump dejó de decir lo que la base quería escuchar y comenzó a decir lo que él quería mostrar: que él decide quién merece su protección, independientemente de su color ideológico.
El desconcierto, sin embargo, no fue patrimonio exclusivo de la derecha. En la vereda opuesta, sectores progresistas recibieron la escena con una mezcla de alarma moral y lectura errónea. El New York Times, atrapado en su viejo reflejo centrista, celebró a Mamdani por “moderar” su posición para mostrarse dialogante frente al presidente. La interpretación era un espejismo: Mamdani no moderó nada. Reiteró sus críticas a la política exterior estadounidense, afirmó que el gobierno israelí cometía un genocidio, defendió la necesidad de terminar con las guerras eternas y volvió a insistir en que el costo de vida es la fractura principal de la vida urbana. Lo dijo en la Casa Blanca, al lado de Trump y frente a periodistas que buscaban la contradicción. No negoció sus ideas ni sus palabras. Sólo mantuvo el eje donde él siempre lo coloca: la vida material de los ciudadanos.
El NYT vio moderación donde había firmeza porque sigue leyendo la política desde la ilusión del centro. Desde ese lugar, cualquier gesto de civilidad es interpretado como concesión ideológica, y cualquier intercambio cordial como síntoma de normalización política. Pero lo que ocurrió en la Oficina Oval fue exactamente lo contrario: ni Trump cedió sus convicciones tácticas ni Mamdani sacrificó las suyas. Si hubo moderación, fue únicamente en el lente que intentó capturar la escena.
La tercera reacción, quizás la más silenciosa pero también la más decisiva, fue la del propio establishment demócrata de Nueva York. Algunos vieron en la reunión un riesgo: la pérdida del monopolio simbólico de la “gestión razonable”, un territorio que Mamdani —a diferencia de otros liderazgos progresistas— logró disputar sin perder radicalidad. Otros observaron algo más inquietante: que la escena había mostrado que el alcalde electo podía moverse con soltura en espacios donde el Partido Demócrata hace años sólo entra a la defensiva.
Así, mientras unos se escandalizaban y otros intentaban interpretar la reunión como un gesto estratégico, lo que quedó a la vista fue algo más profundo: el tablero político real ya no coincide con los mapas narrativos que se usan para explicarlo. Trump puede elogiar a un socialista sin perder poder entre sus bases. Mamdani puede sostener su discurso crítico sin perder autoridad moral ante sus votantes. Y la prensa, al intentar descifrarlo todo con categorías caducas, sólo confirma que está mirando un país que ya no existe.
Las posiciones de Mamdani: firmeza, costo de vida y la negación del “centro”
La escena del Salón Oval sólo puede entenderse si se examina un punto que los análisis apresurados pasaron por alto: Mamdani no movió un solo centímetro de sus posiciones históricas. No llegó a Washington a suavizar su discurso ni a demostrar equilibrio centrista ante la prensa nacional. Hizo, palabra por palabra, lo que venía haciendo desde el principio: convertir el costo de vida en el eje indiscutible de la política contemporánea y denunciar, sin eufemismos, el uso del dinero público para sostener violaciones de derechos humanos en el exterior.
La literalidad ayuda. Mientras Trump hablaba de precios de combustible y remataba con: “Creo que usted va a tener un alcalde realmente grande. Mientras mejor lo haga él, más feliz estoy yo.”, Mamdani regresaba a la frase que vertebró toda su campaña: “Hablamos de renta, de alimentos, de los servicios, y de las distintas maneras en que la gente está siendo expulsada.”
Cuando la prensa lo arrinconó sobre Gaza, no retrocedió. No ajustó el lenguaje. No buscó la salida metafórica que los estrategas de comunicación recomiendan en situaciones tensas. Dijo, frente al presidente, que había acusado al gobierno israelí de cometer un genocidio. Y añadió algo aún más explosivo en el contexto federal: que había señalado la responsabilidad de Estados Unidos por financiar ese mismo genocidio.
En cualquier lectura convencional, esa frase habría sido suficiente para dinamitar la cordialidad del encuentro. Pero ocurrió lo contrario. Trump lo escuchó, asintió brevemente y mantuvo el gesto afable que había mostrado desde el inicio. Si hubo incomodidad, no se filtró a la superficie. Y eso revela un dato político central: la escena no se sostuvo a pesar de la firmeza de Mamdani, sino porque Mamdani mantuvo esa firmeza.
Lo mismo ocurrió cuando habló de la crisis habitacional: “Tenemos nueve años consecutivos con más de cien mil niños sin hogar en Nueva York.”Una frase que, por su crudeza estadística, suele provocar repliegue. En Washington, sin embargo, reforzó el contraste entre la retórica económica de Trump y la mirada estructural de Mamdani. Mientras el presidente insistía en que había logrado reducir el precio del petróleo, Mamdani volvía al punto que articula su visión del declive urbano: los costos esenciales —vivienda, alimentos, energía— como fractura primaria de la vida cotidiana.
Lo notable es que, al sostener ese eje con la misma naturalidad de siempre, desmontó la ficción que el NYT y parte del establishment demócrata quisieron imponer: la idea de que la conversación lo había moderado. Pero lo que se vio fue exactamente lo contrario: la consistencia de Mamdani no debilitó el encuentro; lo fortaleció. Y la reacción de Trump demostró que no percibió esa profundidad ideológica como amenaza, sino como prueba de carácter.
La escena dejó ver algo que la política estadounidense lleva años evitando reconocer: la vida material ya reemplazó al “centro” como categoría articuladora. Quien logra hablarle a las mayorías desde ese punto —sin camuflaje identitario, sin tecnocracia, sin la pedagogía forzada del consenso— puede dialogar con electores que la teoría política sigue clasificando como antagonistas irreconciliables.
Esto fue lo que el NYT malinterpretó. En su lectura, Mamdani habría hecho concesiones para entrar en la sala sin incomodar demasiado al presidente. Pero fue al revés: entró con su discurso intacto y salió aún más fortalecido. Y, en el proceso, dejó en evidencia que la política del “centro” ya no explica nada.
Tres lecciones de Mamdani para la izquierda
La escena del Salón Oval dejó algo más que una anomalía política: produjo, quizá sin proponérselo, una hoja de ruta para una izquierda que lleva años ensayando explicaciones equivocadas sobre sus propias derrotas. Mamdani no dictó teoría; actuó. Y en esa actuación quedaron codificadas tres lecciones que la izquierda suele ignorar o recordar demasiado tarde.
El único terreno donde se puede derrotar a la ultraderecha es la vida material.
Mamdani no ganó apelando a repertorios identitarios ni a la pedagogía moral que domina el progresismo urbano. Ganó hablando de renta, alimentos, salud, transporte, energía: los costos de vivir. Lo extraordinario no fue su diagnóstico, sino su capacidad de narrarlo sin convertirlo en un tratado técnico. Cuando dijo que “uno de cada diez votantes de Trump” lo había respaldado porque enfrentan “el mismo fenómeno del costo de la vida que los blancos pobres, los latinos, los migrantes y las minorías, la clase media”, no estaba presumiendo transversalidad; estaba describiendo una evidencia sociológica que la izquierda se demoró demasiado en reconocer: la precariedad ya no distingue origen ni partido. Es un idioma común.Si se instala el costo de la vida como eje, todos los demás debates se reordenan detrás de él. La seguridad, la inmigración, los servicios colapsados, la violencia callejera, el precio de la vivienda: todo converge en la misma fractura. Cuando Mamdani sostiene que Nueva York tiene “nueve años consecutivos con más de cien mil niños sin hogar”, pone sobre la mesa un dato que reconfigura la conversación pública: la ciudad más rica del país está colapsando en los fundamentos básicos de la vida cotidiana. Ese tipo de afirmación no sólo desborda el discurso progresista tradicional, también desmonta la narrativa conservadora que pretende explicar todos los males desde la delincuencia o la inmigración. El costo de la vida, colocado como piedra angular, deja en evidencia que ambas simplificaciones son insuficientes.
Al centrar la vida material, la contradicción capital–trabajo reaparece, pero no como teoría: como experiencia. Mamdani no habló de marxismo, ni de lucha de clases, ni de la iconografía habitual de la izquierda. No necesitó hacerlo. Cuando plantea que los impuestos de los neoyorquinos financian un genocidio mientras cien mil niños duermen en refugios, está devolviendo la política al terreno donde nació: la distribución real de los recursos. La contradicción deja de ser un marco teórico para convertirse en una vivencia cotidiana. Y en ese movimiento, la política se vuelve pragmática sin perder profundidad; ideológica sin volverse doctrinaria.
Estas tres lecciones, lejos de ser una nueva teoría para la izquierda, son la constatación de algo más simple: cuando la vida material entra en escena, los clivajes tradicionales —izquierda/derecha, centro/extremos, progresismo/conservadurismo— se derrumban con una facilidad sorprendente. Trump lo vio. Mamdani lo entendió. Los demás aún están buscando explicaciones en mapas que ya no describen el territorio.
La alianza improbable y la política que emerge
Lo ocurrido en la Oficina Oval no fue una cortesía institucional ni un gesto aislado de pragmatismo. Fue la exposición, en miniatura, de un orden político que ya no responde a las categorías con las que intentamos explicarlo. Trump podría haber tratado a Mamdani como el “comunista” que había denunciado durante la campaña; Mamdani podría haber tomado distancia del “fascista” al que había acusado de atentar contra la democracia. Ninguno lo hizo. No porque hubieran reconsiderado su opinión del otro, sino porque el centro de gravedad del conflicto se ha desplazado hacia un territorio donde esos insultos pierden eficacia.
La crisis del costo de vida —no como consigna, sino como estructura material de la existencia— está reordenando las lealtades políticas de forma silenciosa. Es lo que permite que un alcalde socialista y un presidente que representa la forma más concentrada del nacionalismo económico puedan conversar con una naturalidad desconcertante. Cuando Trump dice que “muchos votantes de Bernie Sanders” lo apoyaron y Mamdani lo respaldó también, ambos están describiendo una misma fractura: el quiebre entre quienes pueden seguir viviendo en la economía real y quienes están perdiendo esa batalla.
A diferencia de las grandes teorías políticas —que intentan capturar esa fractura como un dilema moral, identitario o institucional—, la escena del Salón Oval la mostró en su forma más desnuda: dos figuras antagónicas reconociendo que sus bases electorales ya no son categorías estancas, que la precariedad opera como un lenguaje transversal y que las disputas más feroces ya no se libran en el terreno simbólico de la cultura sino en el espacio, más silencioso y más brutal, de la vida cotidiana.
Por eso la reunión desconcertó a la prensa, irritó a los fieles y dejó en evidencia la incapacidad de los discursos tradicionales para procesar lo que estaba ocurriendo. El New York Times vio moderación donde había firmeza; Fox News esperaba confrontación donde hubo afecto; la base republicana leyó traición donde sólo había reconocimiento. Nadie tenía las herramientas conceptuales para descifrar la escena porque todos estaban buscando el conflicto en el lugar equivocado.
Lo que se vio —y lo que se intuye detrás de la escena— es que la política está siendo rearmada desde abajo. No desde las élites partidarias ni desde los think tanks, sino desde la experiencia material que define si una persona puede pagar la renta, comprar comida, sostener un hogar o escapar del colapso económico que atraviesa las ciudades. Esa experiencia, traducida en lenguaje político, genera combinaciones que parecían imposibles: un socialista hablando con un presidente conservador sin que ninguno pierda su eje, sin que la ideología estalle y sin que la escena se desmorone.
Esa es la verdadera anomalía: no el encuentro, sino la posibilidad misma de que un encuentro así tenga sentido. Y en esa posibilidad se juega el signo de la política que viene. Una política donde la seguridad, la economía, la vivienda y la destrucción del ingreso dejan de ser “temas” y se convierten en el nuevo campo de batalla que reconfigura alianzas, desarma lealtades tradicionales y revela una verdad que la narrativa del centro —esa vieja superstición del periodismo y de la academia— ya no alcanza a procesar.
Trump y Mamdani no inauguraron un pacto. Mostraron, sin decirlo, que el país ya cambió. Y que la vida material, no la ideología, será el terreno donde se decidirá quién gobierna, quién cae y quién consigue hablarle a un electorado que dejó de creer en los relatos que se escribían desde arriba.
Lo mismo vale para América Latina. Jeannette Jara tiene apenas semanas para asumirlo y traducirlo en acción si quiere evitar que la ultraderecha tome el control en Chile. En Argentina, la oposición al estrambótico Milei dispone de dos años —no más— para abandonar el consuelo identitario peronista y reconstruir una mayoría desde el costo de la vida, o quedará reducida a testigo de su propio derrumbe. Y en España, Pedro Sánchez enfrenta una ventana todavía más estrecha frente a la alianza simultánea de la derecha, la ultraderecha, la derecha judicial y la derecha mediática; si logra resistir, la resistencia tendrá que convertirse en algo distinto: movilizar una mayoría silenciosa que hoy vota con la factura del supermercado, no con los eslóganes del partido. Porque en todos estos escenarios late la misma conclusión: quien monopolice la vida material dominará el clima político; quien la ignore, desaparecerá.


