Libertarios en terreno seguro
La utopía del mercado libre frente a la infraestructura estatal que la sostiene
Maradona y Messi: dos formas de un mismo sistema
En el fútbol, como en la política, el mito del mérito suele tapar la arquitectura que lo sostiene. No todos juegan contra lo mismo, aunque la cancha sea idéntica. Maradona creció en un ecosistema donde el conflicto no era un imprevisto: era el aire que se respiraba. Resistió a la FIFA, a los árbitros, a los comisarios del orden global del deporte. Y desde el Napoli amplificó una tensión que excedía al fútbol: el sur pobre, despreciado, enfrentado al norte rico y arrogante. Su talento no ascendía: avanzaba a los golpes, como quien atraviesa un territorio que no lo quiere.
Messi, en cambio, prosperó en una atmósfera distinta: la suavidad de un sistema que se inclinó hacia él con naturalidad. En España los árbitros lo protegían con celo paternal; y en Qatar se desactivaron amarillas inoportunas para que su historia llegara sin tropiezos al final previsto. El planeta había decidido que Argentina debía coronarse allí, después de dos fracasos consecutivos frente al mismo adversario menor: ese Chile que, siendo un país futbolísticamente mediocre, logró humillar al gigante por la vía más dolorosa. No es un reproche; es una constatación. Algunos jugadores deben luchar contra el orden. Otros son legitimados por él.
La comparación no es caprichosa. Los libertarios se presentan como Maradona: insurgentes frente al Estado, rebeldes ante cualquier estructura. Pero en la práctica habitan el mundo Messi: un ecosistema que se acomoda a sus necesidades, que aparece para defenderlos cuando sus intereses están en riesgo y que se retira —curiosamente— cuando el riesgo es de otros. La teoría promete libertad en estado puro; la realidad revela un entramado de privilegios que solo se vuelve visible cuando conviene protegerlos.
Esa es la paradoja central: el libertarismo exige un Estado débil para regular a los poderosos, pero reclama un Estado fuerte para protegerlos. Como si la cancha solo debiera ser pareja cuando el partido lo juegan otros.
La promesa libertaria: una teoría diseñada para un mundo que no existe
La arquitectura intelectual del libertarismo se sostiene sobre una ilusión cuidadosamente pulida: la idea de que los individuos compiten en un terreno neutral, donde el talento, el esfuerzo y la audacia bastan para ordenar la vida común. Ayn Rand convirtió esa ficción en un evangelio secular. Sus héroes no necesitan del Estado porque pertenecen a una especie superior: sujetos que ascienden por mérito propio y cuya grandeza, supuestamente, solo es posible sin interferencias.
En sus novelas, el universo está calibrado al milímetro para que esas criaturas excepcionales brillen. Pero quienes hemos recorrido el mundo financiero sabemos que la épica del “self-made man” se deshace apenas aparece una auditoría mínima. Los mismos perfiles que LinkedIn promociona con fervor casi religioso —expertos en nada, exitosos de sí mismos— no resistirían cinco minutos bajo la luz del mérito real. En el mundo de Rand no hay desigualdades estructurales, no hay herencias de clase, no hay territorios fracturados por la pobreza ni economías erigidas sobre privilegios enquistados. Hay, en cambio, una épica individual que avanza sin rozar la realidad: una mitología de la libertad que funciona mientras nadie pregunte quién financia la infraestructura que hace posible esa libertad.
Lo que Rand omitió —y lo que sus discípulos prefieren obviar— es que la vida no transcurre en ese laboratorio impecable. Las sociedades reales no son el escenario higiénico de La rebelión de Atlas: son sistemas estratificados donde el punto de partida define buena parte del recorrido. No existen los individuos aislados; existen actores atravesados por desigualdades, capitales heredados, redes de poder y condiciones materiales que pesan más que cualquier voluntad.
La teoría libertaria, tan seductora en el papel, evita ese choque frontal. Prefiere imaginar una libertad suspendida en el aire, ajena a los intereses que la condicionan. Por eso funciona como literatura: porque para creer en ella hay que aceptar un pacto narrativo. Pero, como toda ficción, se desploma cuando toca el suelo.
Y es en ese choque —inevitable y brutal— donde empieza a verse su verdadera naturaleza. Porque allí donde la teoría reclama neutralidad, la práctica reclama privilegios. La autonomía “pura” del individuo se desvanece apenas aparece un competidor más eficiente, una regla que incomoda o un mercado que ya no garantiza la renta esperada. Entonces el libertario deja de ser Rand y vuelve a ser lo que siempre fue: un actor económico convencional que necesita al Estado para asegurar su posición.
La realidad: cuando el libertario descubre que necesita al Estado
La distancia entre la épica libertaria y la vida concreta no se revela en las bibliotecas: se revela en los negocios. Basta observar a quienes, en teoría, deberían encarnar la pureza doctrinaria. Marcos Galperin, por ejemplo: el empresario que convirtió su plataforma en la expresión más sofisticada del libre mercado latinoamericano, pero que, cuando los competidores chinos comenzaron a erosionar su dominio, pidió lo único que su credo prohíbe: más Estado. Regulaciones aduaneras, barreras arancelarias, supervisión reforzada. El manual libertario se evapora cuando el mercado deja de garantizar la hegemonía propia.
Lo que el discurso presenta como defensa de la competencia no es más que una traducción elegante del proteccionismo clásico. Y ese movimiento —tan previsible como negado— expone el corazón del asunto: los libertarios quieren libertad para ascender, pero Estado para no caer. No es ideología: es interés.
El caso Milei ofrece una evidencia aún más nítida. Durante años cultivó una estética de intransigencia moral: la deuda era una inmoralidad, la intervención cambiaria una aberración, el Estado un parásito que distorsionaba todo lo que tocaba. Pero en el gobierno se encontró con la fricción elemental de la política: un mercado que no perdona improvisaciones, un dólar que no se deja liberar por decreto y una macroeconomía que necesita estabilización antes de cualquier experimento doctrinario. Entonces ocurrió lo inevitable: el libertario que despreciaba la deuda se endeudó para intervenir sobre el tipo de cambio, justo aquello que denunciaba como sacrilegio económico.
La contradicción no es táctica: es estructural. Si la teoría dijera la verdad —si los mercados se autorregularan, si el tipo de cambio flotara sin riesgos, si la confianza bastara para ordenar los precios— no habría necesidad de recurrir a aquello que tanto se desprecia. Pero la teoría no describe la realidad. Describe un ideal que solo funciona mientras nadie gobierna.
Algo similar ocurre con la infraestructura. Los aeropuertos, por ejemplo, son la refutación más silenciosa del credo libertario. Las inversiones para construirlos no las cubren las tarifas que pagan los usuarios —usuarios que, dicho sea de paso, pertenecen casi siempre a los estratos altos—, sino el Estado. Es decir: el dinero de todos. El propio mercado reconoce su incapacidad para financiar aquello que lo sostiene. Sin pistas, sin rutas aéreas, sin seguridad aeroportuaria, la retórica de la libertad no podría ni despegar.
Aquí asoma el verdadero punto: la economía libertaria depende del Estado que dice combatir, y lo necesita en proporción inversa a su discurso. Cuanto más radical es la prédica, más evidente se vuelve la dependencia. No hay libre mercado sin infraestructura estatal, sin regulación mínima, sin arbitraje institucional. Pero admitirlo sería dinamitar el relato.
Por eso la doctrina se sostiene en una doble moral: el Estado es un estorbo cuando regula a los poderosos, pero es imprescindible cuando los protege. La libertad se celebra mientras conviene; cuando deja de convenir, vuelve la demanda por un Estado fuerte, diligente, disciplinado y, sobre todo, silencioso.
El libertarismo como utopía: la literatura que se disfraza de teoría
El libertarismo suele presentarse como una ruptura con las ingenuidades del siglo XX: la refutación final del socialismo utópico, esa promesa romántica de que la sociedad puede organizarse a partir de la virtud espontánea de sus miembros. Pero, si se lo observa con detenimiento, ambos comparten el mismo defecto estructural: proponen arquitecturas ideales para mundos que no existen.
Los socialistas utópicos imaginaban comunidades armónicas sin conflicto; los libertarios imaginan mercados perfectos sin poder. La ilusión cambia de nombre, no de naturaleza. En ambos casos, el mundo real —con sus asimetrías, sus territorios desiguales, sus actores con peso específico— queda fuera del plano.
La paradoja es que el libertarismo, que denuncia el “estatismo romántico”, se sostiene sobre una idealización todavía más frágil: la idea de que los individuos pueden interactuar sin las distorsiones que produce el poder económico. Es un relato que funciona mientras nadie señale la obviedad: la libertad no es un dato, es un resultado, y ese resultado depende de estructuras que el libertarismo jamás reconoce del todo.
Si se despeja el velo doctrinario, aparece algo más simple: el libertarismo no describe un orden de libertad universal; describe un orden donde la libertad plena es un privilegio reservado para quienes ya están arriba. Es una teoría que funciona siempre y cuando las condiciones iniciales no cambien, siempre y cuando el Estado proteja silenciosamente la infraestructura que sostiene el mercado, siempre y cuando la competencia no amenace a los actores dominantes. Cuando esas premisas se alteran, la teoría deja de ser teoría y se convierte en demanda: regulen, intervengan, protejan.
En ese sentido, el libertarismo se parece menos a la ciencia económica que dice encarnar y más a un género literario: una ficción bien escrita sobre un mundo hipercoherente donde los problemas desaparecen por la potencia moral del individuo. Como en las novelas de Rand, la trama siempre favorece a los heroicos; el contexto se adapta a sus necesidades; los villanos se comportan como villanos; las instituciones no fallan, ni se corrompen, ni se desgastan. Es un universo sin fricción. Un decorado perfecto.
Pero la vida no es un decorado. La vida es un terreno lleno de discontinuidades donde la libertad es una disputa, no una esencia. Y en esa disputa, el libertarismo no ofrece respuestas: ofrece un código moral para el vencedor, no una estructura para la sociedad.
Por eso, cuando se agota la ilusión, el libertarismo se revela por lo que es: una romántica de derechas, un sueño de perfección que necesita condiciones imposibles para funcionar. Tal como el socialismo utópico, promete una comunidad que nunca existió. La diferencia es que, en este caso, la utopía no promete igualdad, sino algo más antiguo: la permanencia del privilegio bajo el nombre encantador de libertad.
La libertad como relato y la cancha inclinada
Volver a Maradona y Messi no es un capricho literario: es la forma más precisa de describir cómo funciona el poder cuando se disfraza de neutralidad. Maradona jugó en pendiente, con el reglamento, los árbitros y la política deportiva en contra. Messi jugó en llano, con el sistema acompasado a su talento. No es mérito ni culpa: es estructura.
El libertarismo prefiere contarse a sí mismo como Maradona: indómito, contestatario, enemigo de la burocracia que pretende domesticarlo. Pero su funcionamiento real se parece más al mundo Messi: un ecosistema que se ajusta para garantizar que sus protagonistas nunca sufran la fricción que dicen combatir. La libertad funciona mientras ellos avanzan; cuando otros intentan usarla, aparece el pedido de intervención, la regulación ad hoc, la protección estratégica.
Lo notable no es la contradicción, sino la persistencia del relato. La narrativa libertaria insiste en que la cancha es pareja, que el mercado es el árbitro más justo, que las reglas sobran. Pero si la cancha fuera realmente pareja, los más poderosos no necesitarían pedir al Estado lo que exigen cada vez que la competencia amenaza su posición. Si el mercado fuera tan perfecto, Galperin no pediría barreras, Milei no endeudaría al Estado para intervenir precios y las grandes infraestructuras no dependerían del financiamiento público para existir.
La teoría proclama autonomía; los hechos exhiben dependencia. La épica invoca un orden natural; la práctica reclama un Estado disciplinado, eficaz y, sobre todo, dispuesto a actuar cuando la palabra libertad pierde su magia.
Por eso, al final, el núcleo del asunto es simple: el libertarismo no fracasa porque el Estado exista, sino porque las condiciones que la teoría da por supuestas jamás se cumplen en la vida real. No hay mercados sin asimetrías, no hay individuos sin condicionamientos, no hay libertad sin estructura. El libertarismo promete un cielo sin nubes, pero necesita un clima perfecto que ninguna sociedad ha logrado sostener.
El contraste con Maradona y Messi deja la evidencia a la vista. El primero necesitó pelear contra la arquitectura; el segundo prosperó gracias a ella. El libertarismo quiere reclamar el aura del rebelde, pero administra sus intereses como quien defiende un orden asegurado. Se autodefine insurrecto, pero opera como establishment.
Y quizá esa sea la verdad final: el libertarismo no busca eliminar la cancha inclinada, solo asegurarse de que siga inclinada para el lado correcto. Lo demás —la teoría, los discursos, la moral de hierro— es literatura. Una ficción elegante para justificar lo que la realidad no puede sostener sin ayuda.


