Puros y Champagne
No eran regalos, sino señales
El indulto como táctica, no como lapsus
“Porque misericordia quiero, y no sacrificio; conocimiento de Dios más que holocaustos.”
Oseas 6:6
Donald Trump no viajó a Jerusalén para improvisar. Ni para reconciliar enemigos, ni siquiera para firmar la paz. Viajó para cerrar un trato. Su aparición en el Knéset, entre los aplausos de los aliados de Benjamin Netanyahu, tuvo el aire de una ceremonia religiosa, pero con la escenografía de un reality show: luces, cámaras, y una frase que se filtró como una torpeza —“¿por qué no le concede un indulto?”— y terminó revelando una operación más compleja que cualquier acuerdo de alto al fuego.
En política, las palabras fuera de libreto casi nunca lo están. Detrás del gesto impulsivo de Trump había un cálculo: liberar a su aliado israelí de la amenaza judicial que lo mantiene aferrado al poder, y a cambio, obtener el trofeo simbólico de una paz rentable, duradera, y firmada con su sello personal. En otras palabras, transformar la redención de Netanyahu en la consagración de su propio legado.
La frase “puros y champán, ¿a quién le importa eso?” sonó a disculpa, pero funcionó como código. Trump no defendía la corrupción; ofrecía una salida. A Netanyahu, el perdón. A sí mismo, el mérito de la estabilidad. Y al mundo, la ilusión de que un acto de indulgencia puede detener una guerra.
El escenario: Jerusalén, octubre de 2025
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.”
Eclesiastés 3:1
La escena parecía sacada de una parábola invertida: un presidente de Estados Unidos, bajo investigación por abuso de poder, intercediendo por un primer ministro israelí acusado de corrupción. En el Knéset, los discursos se mezclaban con las cámaras; la liturgia parlamentaria se transformaba en espectáculo. Trump hablaba con la seguridad del hombre que no distingue entre el escenario y el espejo. A su lado, Netanyahu sonreía con la compostura del acusado que ha aprendido a sobrevivir al veredicto.
La visita había sido presentada como parte de un esfuerzo diplomático para sellar un alto al fuego con Hamás. Pero los micrófonos registraron otra historia: la de dos políticos unidos por la misma necesidad de redención. Uno busca el perdón de los votantes; el otro, el perdón literal del Estado. En ese contexto, la frase “¿por qué no le concede un indulto?” no fue una broma, sino una propuesta pública disfrazada de afecto.
El público lo entendió enseguida. Los aliados de Netanyahu aplaudieron como si se tratara de una señal divina; los opositores, como si presenciaran una intromisión descarada en un proceso judicial. La diplomacia israelí intentó minimizar el episodio, pero el eco ya había cruzado el Atlántico. Por unas horas, la línea entre el show y la política se volvió inexistente. Y fue en esa confusión donde Trump se movió mejor: donde el aplauso reemplaza al argumento y la teatralidad se confunde con estrategia.
Netanyahu y la política del conflicto
“Buscaron refugio en Egipto sin consultarme, y se cobijaron bajo la sombra de Faraón.”
Isaías 30:2
Netanyahu descubrió hace años que en Israel la guerra suspende el tiempo. Ningún juicio puede avanzar mientras suena una sirena; ningún fiscal compite con el estruendo de un misil. En la política israelí, la seguridad es una religión, y él su sumo sacerdote. Cada crisis renueva su autoridad; cada muerto le compra unas semanas más de poder.
El juicio por corrupción —el de los puros, el champán y los favores— dejó de ser una amenaza judicial para convertirse en un argumento político. Mientras el país se defiende, él encarna al defensor. Mientras el enemigo existe, el veredicto puede esperar. Su liderazgo, otrora erosionado por la fatiga de los votantes, encontró en el conflicto una fuente de legitimidad que ninguna elección podría ofrecer.
Así, la guerra se transformó en su forma de gobierno. Ya no como defensa, sino como escenografía. La prolongación del conflicto con Hamás le permite presentarse como el garante indispensable del Estado: el hombre que no puede ser reemplazado sin poner en riesgo la supervivencia nacional. En esa lógica, cada ataque sobre Gaza se superpone con una absolución tácita; cada funeral militar, con una prórroga procesal.
Netanyahu no lucha solo por la seguridad de Israel, sino por su propia continuidad. La guerra le ofrece lo que los tribunales le niegan: la posibilidad de seguir existiendo. Por eso, el llamado al indulto de Trump no fue una provocación sino una confirmación. Ambos entienden que, en la política moderna, la salvación personal y la estabilidad nacional son la misma moneda: se negocian al mismo tiempo, y con el mismo cinismo.
Trump y el cálculo de la paz rentable
“La paz vendrá cuando digan: Paz y seguridad; entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina.”
Tesalonicenses 5:3
Trump siempre ha sabido convertir la política exterior en un espectáculo interior. Su visita a Jerusalén no fue un gesto diplomático, sino un intento de recuperar el control del relato global: el del pacificador que firma acuerdos como quien inaugura torres. La paz, en su lógica, no es un valor moral sino una marca registrada. La mide en aplausos, cámaras y contratos.
El alto al fuego con Hamás representaba para él algo más que un logro geopolítico: era el argumento de su retorno. Desde que dejó la Casa Blanca, Trump ha buscado el modo de reinstalarse en la historia sin pasar por la humillación de las urnas. Un acuerdo de paz con su nombre grabado en las placas de los nuevos edificios de Gaza le ofrece lo que la política interna ya no le garantiza: redención y rentabilidad al mismo tiempo.
Entre bastidores, los informes sobre proyectos inmobiliarios en la franja no son fantasías. En el universo trumpista, la reconstrucción de una guerra siempre termina en licitación. Gaza como nuevo campo de inversión: un paisaje devastado que promete dividendos a quienes sepan presentarse como arquitectos de su renacimiento. La estabilidad, en este caso, no es un fin humanitario sino una condición para el negocio.
Por eso, la idea del indulto a Netanyahu encaja en la ecuación. Mientras el primer ministro tema ir a prisión, la guerra seguirá siendo su refugio. Si se le concede el perdón, desaparece la necesidad del conflicto. Y sin conflicto, Trump puede ofrecer la paz —la suya, la que vende, la que firma con su nombre y convierte en legado. No fue una torpeza; fue una transacción simbólica. Netanyahu obtiene la libertad; Trump, la foto del mediador histórico.
El negocio, como siempre, no está en los principios sino en el relato. Y nadie ha sabido construir relatos rentables con tanta eficacia como él.
Qatar, el intermediario incómodo
“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.”
Mateo 5:9
En la geopolítica contemporánea, los pacificadores ya no son santos, sino banqueros. Qatar, diminuto en territorio pero gigantesco en liquidez, se ha convertido en el mediador indispensable de los conflictos que nadie más puede resolver. Financia, hospeda, traduce. Su neutralidad es su negocio. Sin embargo, en el tablero israelí, esa neutralidad se percibe como una amenaza.
Netanyahu nunca confió en Doha. La acusó de financiar a Hamás, de manipular las negociaciones, de lucrar con el caos. Pero su desconfianza tiene una raíz más profunda: Qatar interrumpe la coreografía del enemigo necesario. Si la mediación funciona, la guerra pierde sentido; y sin guerra, Netanyahu pierde poder. De ahí su insistencia en desacreditar a quienes intentan estabilizar el terreno.
Trump lo sabe. Su plan de paz depende precisamente de lo contrario: de un Qatar activo, inversor y dispuesto a legitimar su iniciativa. Es, además, uno de los pocos países del Golfo que mantiene un canal funcional con Washington y con el ala pragmática de Hamás. En otras palabras, el socio ideal de una diplomacia que confunde el acuerdo con la oportunidad.
Por eso, cuando Netanyahu atacó públicamente a Doha, no sólo desató un conflicto con un aliado estratégico de Estados Unidos; desorganizó el eje sobre el cual Trump esperaba construir su narrativa de éxito. El presidente comprendió entonces que Netanyahu había dejado de ser un aliado útil y se había convertido en un obstáculo. Su guerra ya no sostenía el equilibrio regional, lo amenazaba.
Pedir su indulto fue, en ese contexto, un acto de control de daños: ofrecerle una salida digna para desactivar su influencia sin provocar un colapso político en Israel. Era la versión diplomática del “te salvo para que te retires”. En apariencia, un gesto de amistad; en la práctica, un modo de despejar el camino.
El indulto como llave maestra
“Nada hay encubierto que no haya de ser revelado, ni oculto que no haya de saberse.”
Lucas 12:2
El indulto no fue un error, ni una ocurrencia sentimental. Fue una llave. En una sola frase, Trump logró resolver tres ecuaciones simultáneas: su necesidad de protagonismo, la de Netanyahu de supervivencia y la del mercado de estabilizar un terreno devastado. Lo que parecía un exabrupto diplomático era, en realidad, la pieza que faltaba para alinear intereses incompatibles.
En términos políticos, el gesto funcionó como un movimiento de ajedrez. Si Netanyahu era indultado, la justificación de la guerra —la amenaza de su caída— desaparecía. Si desaparecía la guerra, la paz podía proclamarse. Y si había paz, Trump podía reclamar la autoría. Cada paso dependía del anterior. Ninguno era moral, todos eran estratégicos.
En el fondo, el indulto ofrecía una forma de redención a ambos: al líder israelí, por su corrupción; al estadounidense, por su legado. Una absolución compartida, sellada en público y transmitida en directo. No era una alianza, sino un pacto de necesidades: el perdón como moneda común entre dos hombres que hicieron del escándalo su método de gobierno.
El cálculo era tan perfecto como cínico. Netanyahu recibiría la libertad para retirarse y sir riesgo de la carcel, al menos en Israel; Trump obtendría el mérito de haber reconciliado lo irreconciliable. Lo demás —la diplomacia, las víctimas, la justicia— era ruido de fondo. En la política de los hombres que se creen elegidos, todo se resume en la misma ecuación: el poder justifica la absolución, y la absolución garantiza el poder.
Puros, champagne y poder
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre.”
Mateo 7:21
En el fondo, el indulto no fue una escena de reconciliación, sino de poder. La política contemporánea ha reemplazado la penitencia por la performance, y el perdón por la conveniencia. Los líderes ya no buscan absolución en la verdad, sino en la visibilidad. Trump lo sabe: el espectáculo del perdón tiene más efecto que la justicia misma.
En esa lógica, los “puros y champagne” de Netanyahu ya no representan una mancha moral, sino un signo de pertenencia a la élite que puede darse el lujo de ser perdonada. La corrupción, en su caso, dejó de ser un delito para convertirse en estilo; un modo de pertenecer al círculo donde las culpas son decorativas.
El Knéset, aquel día, fue un escenario de esa liturgia moderna: la del perdón entre iguales. Trump habló como quien concede indulgencias; Netanyahu escuchó como quien asiste a su propia canonización. En el fondo, ambos sabían que el perdón público es la forma más sofisticada de impunidad: la que transforma la culpa en relato, y el delito en símbolo de poder.
Así terminó aquella jornada: entre aplausos, cámaras y frases que parecían improvisadas. Pero detrás de los gestos quedaba la verdadera escena: dos hombres negociando su lugar en la historia con la misma materia con la que se construyen los templos y las torres —vanidad, cálculo y memoria.
En los anales del cinismo político, pocas veces un cigarro y una copa de champán tuvieron tanto peso simbólico. No eran regalos, sino señales: la prueba de que, en la política de los redentores, la indulgencia siempre se cotiza más alto que la justicia.


