Revisionistas del Holocausto
La mutación de una memoria que creíamos intocable
Hay frases que, leídas sin firma, activan reflejos automáticos. Cuando alguien sostiene que los jóvenes ya no pueden comprender los hechos porque están saturados de imágenes de violencia; que la enseñanza del Holocausto comienza a resultar contraproducente; que la proliferación de videos de “carnicería” vuelve obsceno cualquier intento de introducir datos, información o argumentos; que una imagen termina valiendo más que mil cifras, explicaciones o justificaciones —incluso morales—; que ese predominio visual empuja a leer la historia como una escena elemental entre poderosos y débiles, donde los primeros aparecen siempre como crueles y los segundos apenas como sobrevivientes, la pregunta surge casi sola: ¿quién habla así?
La imaginación ensaya respuestas previsibles. Podría ser un revisionista europeo cansado de la llamada “industria de la memoria”. Podría ser un neonazi de nuevo cuño, molesto porque Auschwitz sigue ocupando demasiado espacio simbólico. Podría ser un predicador cristiano antisionista que acusa al Holocausto de haber sido convertido en arma política. Incluso podría ser un propagandista árabe que sostiene que esa tragedia ya no conmueve porque hoy hay otras víctimas en pantalla.
Pero no.
La autora y el problema
Las frases no provienen de ningún antijudío, antisemita ni antisionista. Las pronuncia Sarah Hurwitz, intelectual sionista estadounidense, formada en la burocracia cultural y política de la diáspora liberal, conocida por haber sido redactora principal de los discursos de Michelle Obama durante la presidencia de Barack Obama. Hurwitz viene desarrollando estas ideas en ensayos y conferencias públicas desde 2019, pero las formuló de manera explícita hace apenas unas semanas, durante un congreso de organizaciones y lobbies judíos en Estados Unidos, al reflexionar sobre lo que considera los límites —y ahora los efectos contraproducentes— de la pedagogía contemporánea del Holocausto.
El dato es central: no está denunciando la negación del Holocausto, sino su fracaso operativo.
El Holocausto como crédito moral
Durante décadas, el Holocausto funcionó como un crédito moral de alcance casi ilimitado. No solo como memoria histórica —indiscutible—, sino como argumento de cierre: una reserva ética capaz de suspender comparaciones, desactivar críticas y fijar un umbral infranqueable para la discusión política. También fue, conviene decirlo sin rodeos, una fuente sostenida de legitimidad material: enormes flujos de dinero provenientes de Alemania y, en menor medida pero no menos decisivos, de los Estados Unidos, acompañados por un suministro permanente de armamento. Ese capital simbólico permitía sostener, casi sin fisuras, consignas autoproclamadas como la de las Fuerzas de Defensa de Israel como “el ejército más moral del mundo”.
Ese orden hoy se resquebraja. No por debates académicos ni por campañas hostiles externas, sino por la circulación masiva de imágenes que vuelven insostenible ese relato. Las escenas de matanzas en Gaza —se las denomine genocidio o no—, los videos de saqueos, humillaciones, crueldades y torturas no provienen de una maquinaria propagandística palestina ni de montajes de Hamas: son grabaciones difundidas en TikTok y otras plataformas por miembros de las propias FDI, identificables con nombre y apellido, que exhiben sus acciones con orgullo. A eso se suman las imágenes de ataques, incendios y asesinatos perpetrados por colonos en Judea y Samaria —o Cisjordania—, cuya violencia no es amplificada por la Autoridad Palestina, sino por judíos que celebran y legitiman esos actos, incluso mientras advierten que Israel se aproxima a una potencial guerra civil.
Frente a ese flujo visual, el crédito moral acumulado ya no ordena el presente: se disuelve. La consigna de superioridad ética no colapsa porque sea refutada, sino porque queda expuesta a una evidencia que no admite mediación ni relato correctivo. La memoria, una vez más, deja de funcionar como escudo y pasa a operar como contraste.
Cuando la memoria pierde el control del sentido
Lo que inquieta a este discurso sionista no es que los jóvenes judíos de la diáspora nieguen Auschwitz, sino que lo observen en un entorno donde la memoria ya no gobierna el sentido. Las imágenes del pasado circulan ahora junto a las del presente, sin jerarquías, sin mediaciones, sin un marco que las ordene. El archivo histórico convive, en la misma pantalla, con la actualidad más cruda. Y en ese nuevo régimen visual, la pedagogía que durante años redujo el Holocausto a una escena moral de poder contra indefensión empieza a operar en dirección inversa a la esperada.
La queja es elocuente. Los jóvenes judíos ven israelíes armados hasta los dientes, con tecnología de precisión pero también con prácticas de devastación masiva y una lógica operativa que asume —cuando no lo diseña abiertamente y busca maximizarlo— el daño colateral como costo normalizado; y ven, del otro lado, a palestinos expuestos, desplazados, indefensos. Frente a esa escena, creen haber comprendido “la lección del Holocausto”. No porque odien a los judíos —esa acusación automática de “judíos que se odian a sí mismos” que la derecha sionista arroja contra toda crítica a los crímenes de Israel—, sino porque aplican de manera literal la gramática moral que se les enseñó durante décadas.
El problema, entonces, no es la ignorancia ni la manipulación externa. Es la analogía. Una analogía que ya no puede ser desactivada por consignas ni por autoridad histórica, porque se alimenta de imágenes producidas y difundidas por los propios protagonistas del poder. Allí donde la memoria pretendía cerrar el sentido, el presente lo reabre. Y lo hace sin pedir permiso. Cuando protege, se la invoca; cuando incomoda, se la problematiza. La memoria no se honra ni se niega: se administra.
El repliegue del “Nunca Más”
Es en ese contexto donde aparece el repliegue más revelador. Ante la imposibilidad de sostener el “Nunca Más” como principio universal —esto es, como advertencia ética aplicable a toda forma de exterminio y violencia estatal—, Sarah Hurwitz ensaya un giro defensivo: restringir su alcance. El problema, sugiere, no sería la conducta presente, sino la lectura errónea de una consigna que nunca debió universalizarse. El “Nunca Más”, implícitamente, habría estado pensado solo para los judíos. No como límite moral general, sino como patrimonio identitario exclusivo.
Lo que durante décadas se presentó como enseñanza universal de la historia es reclasificado, así, como excepción particular. No se revisa la acción; se redefine la norma.
AMIA: cuando la verdad estorba
Ese mecanismo —administrar la memoria cuando empieza a incomodar— no pertenece solo al terreno abstracto ni a la disputa simbólica global. Tiene una expresión concreta, reciente y documentada en la historia judía fuera de Israel. El atentado contra la AMIA en Argentina, el mayor ataque antisemita ocurrido fuera del Estado israelí desde la Segunda Guerra Mundial, no solo dejó 85 muertos y cientos de heridos: dejó al descubierto hasta qué punto una parte de la dirigencia comunitaria estuvo dispuesta a sacrificar verdad por gobernabilidad e intereses económicos.
Durante los años posteriores al atentado, la prioridad no fue una investigación implacable, sino la preservación de relaciones políticas y económicas con el poder de turno. El gesto más elocuente fue la condecoración al entonces jefe de la Policía Federal, más tarde implicado en el encubrimiento del atentado. No fue un error: fue una señal. La comunidad organizada eligió no confrontar al Estado, incluso cuando ese Estado estaba directamente involucrado en garantizar la impunidad.
En ese mismo período, la narrativa oficial empujó con fuerza la llamada “pista iraní”, mientras otras líneas de investigación —la conexión operativa con Hezbollah en territorio argentino y, sobre todo, las vinculaciones sirias en el corazón del poder menemista— fueron tratadas con extrema cautela o directamente descartadas. Carlos Menem, de origen sirio, y su entorno más cercano —incluido su cuñado, que ni siquiera hablaba español y ocupaba la jefatura de Aduanas— eran parte estructural del problema.
Avanzar seriamente en esa dirección implicaba romper acuerdos, perder protección estatal y dañar intereses comerciales. Una parte sustantiva de la elite económica comunitaria optó por no pagar ese precio. El resultado fue devastador: el atentado más grave contra judíos en la diáspora quedó atrapado en una red de encubrimientos, pactos y silencios, donde la memoria de las víctimas fue subordinada a la conveniencia del presente.
AMIA no fue una excepción. Fue una consecuencia.
Una advertencia bíblica olvidada
Nada de lo que ocurre hoy es ajeno a la tradición judía. Al contrario: está inscrito en ella como advertencia persistente, repetida, incómoda. No como épica, sino como diagnóstico. La Biblia hebrea no es un catálogo de virtudes colectivas, sino un archivo brutal de conflictos internos, donde el peligro rara vez proviene primero del enemigo externo y casi siempre se gesta dentro de la propia comunidad, cuando la verdad amenaza el equilibrio del poder.
El relato de José es paradigmático. En Génesis 37:28, José no es expulsado por egipcios ni por pueblos hostiles, sino vendido por sus propios hermanos. No por traición a la alianza, ni por apostasía, ni por colaboración con el enemigo. José es eliminado porque su sola existencia desordena la jerarquía interna, porque expone celos, resentimientos y privilegios. El crimen no se justifica como herejía, sino como necesidad: hay que sacarlo del medio para que el sistema vuelva a funcionar. La comunidad elige sacrificar a uno de los suyos antes que revisar su propia estructura.
Ese patrón se repite, con mayor crudeza, en los profetas. Jeremías no es perseguido por imperios extranjeros, sino por sacerdotes, notables y dirigentes de su propio pueblo. En Jeremías 26:8, la reacción es inmediata: “Todo el pueblo lo prendió, diciendo: ‘Ciertamente morirás’”. ¿Su delito? Decir que el Templo no garantiza impunidad, que la alianza no protege automáticamente al poder, que la injusticia interna tiene consecuencias. Jeremías no niega la identidad judía; la toma en serio. Y justamente por eso resulta intolerable.
La lección es constante: cuando la verdad amenaza el orden, se la declara peligrosa. No se la discute; se la neutraliza. No se la refuta; se la acusa de desestabilizar. El problema nunca es el enemigo externo, sino la palabra que expone la contradicción interna entre memoria, poder y conducta.
Leída desde ese ángulo, la escena contemporánea no resulta excepcional ni novedosa. Cuando hoy se acusa a críticos judíos de “odiarse a sí mismos”; cuando se descalifica toda analogía como traición; cuando se restringe el alcance del “Nunca Más” exclusivamente a los judíos, convirtiéndolo de advertencia universal en cláusula identitaria, no se está rompiendo con la tradición: se está repitiendo su conflicto central. El mismo que atraviesa Génesis y los Profetas. El mismo que reaparece cada vez que una comunidad prefiere administrar su memoria antes que confrontar lo que hace en su nombre.
La advertencia bíblica no es moral. Es política. Y sugiere algo incómodo: que el mayor riesgo para una comunidad no es la crítica externa, sino el momento en que decide que su historia sirve más como escudo que como límite.
El presente como veredicto político
El cuadro se vuelve todavía más perturbador cuando se lo coloca en el presente inmediato. Acaba de concluir una segunda vuelta presidencial en Chile en la que triunfó un candidato de ultraderecha, reivindicador explícito de una dictadura que persiguió, torturó y desapareció a miles de personas, entre ellas militantes judíos de izquierda. Un dato biográfico agrava —no matiza— ese escenario: es hijo de un inmigrante ilegal de origen alemán, miembro del Partido Nazi, no únicamente de las Waffen-SS. Su hermano, además, fue un destacado ministro civil de la dictadura durante el período más represivo del régimen.
Lo verdaderamente revelador, en lo que aquí importa, no es solo el resultado doméstico, sino su proyección externa. Entre los votos emitidos en el extranjero, uno de los porcentajes más abrumadores a favor de ese candidato provino de Israel: 95,5 %. No es un dato anecdótico ni una provocación retórica. Es una señal política.
Una señal que obliga a repensar, sin eufemismos, la deriva de una parte del sionismo contemporáneo, dispuesto a respaldar sin reservas a líderes que reivindican regímenes históricamente antisemitas, siempre que garanticen alineamiento geopolítico y legitimidad internacional.
La paradoja es brutal. El mismo espacio político que durante décadas invocó el Holocausto como límite moral absoluto aparece hoy votando —o celebrando— a quienes relativizan, cuando no glorifican, dictaduras responsables de la persecución y eliminación de judíos. No por ignorancia, sino por cálculo. No por negación del pasado, sino por subordinación del pasado al presente.
“Cosas de judíos”
Cuando la memoria deja de ser un imperativo ético y se convierte en un recurso estratégico, ya no ordena la política: la sigue. Y cuando deja de convenir, se la ajusta, se la administra o se la silencia. No se borra la tragedia; se la vacía de contenido.
Tal vez por eso hoy incomoda tanto que los jóvenes judíos miren las imágenes sin pedir permiso. No porque estén equivocados, sino porque están viendo algo que el discurso oficial preferiría mantener fuera de foco: que una memoria usada como capital termina comportándose como cualquier otro instrumento de poder. Se desgasta. Se invierte mal. Y, llegado cierto punto, empieza a producir exactamente lo contrario de lo que pretendía.
Ese no es un problema de TikTok, ni de pedagogía, ni de generaciones. Es un problema político. Y es, también, una advertencia histórica que el propio judaísmo conoce desde sus textos fundacionales: ninguna comunidad se fortalece traicionando su propia memoria para salvar el presente.


