Trump y el espejo del costo de la vida
Del sueño industrial a la realidad del supermercado
Un país que crece y una población que se encoge
“Nos han dejado tirados, como un trapo sucio”, dice Santa, el protagonista de Los lunes al sol, sentado frente al mar en la España que había prometido modernizarse a golpe de competitividad. Era el final del ciclo de Felipe González y el comienzo de otro país: uno donde los astilleros cerraban, las fábricas se “reconvertían” y la globalización, recién estrenada, exigía sacrificar a quienes ya no encajaban en el nuevo mapa productivo. La película retrata ese momento con nitidez: hombres que no han perdido solo un salario, sino el lugar simbólico que ocupaban en una economía que dejó de necesitarlos. No peleaban contra la pobreza, sino contra la sensación de haber sido desplazados del futuro.
Esa escena no pertenece solo a la España industrial. Se replicó en el mundo durante décadas. En Estados Unidos, ese mismo gesto —el de mirar un horizonte que ya no ofrece nada— se repitió en Ohio, Michigan, Pensilvania o Wisconsin. Trump entendió que el país que había quedado “tirado como un trapo sucio” no era un segmento electoral: era una identidad política, una generación excluida por la desindustrialización que se inaguró en los años noventa. Su primera victoria no fue un accidente populista, sino la consecuencia lógica de un proceso económico que había dejado a millones en un limbo idéntico al de aquellos personajes frente al Atlántico.
Pero el segundo acto de esta historia transcurre en un escenario más complejo. Hoy, los indicadores macroeconómicos describen una economía saludable: el PIB crece, la bolsa registra máximos históricos y el desempleo se mantiene en niveles que cualquier manual celebraría. Desde la estratósfera estadística, Estados Unidos es una economía en expansión. Sin embargo, tres de cada cuatro estadounidenses perciben lo contrario. Y cuando un país entero experimenta la realidad de manera tan distinta a lo que muestran sus gráficos, la pregunta no es por qué la gente se equivoca, sino por qué los indicadores dejaron de describir su vida.
La macroeconomía registra flujos agregados; la vida cotidiana registra umbrales. El PIB puede avanzar mientras la renta disponible retrocede. El desempleo puede caer mientras los salarios reales pierden poder. Los mercados pueden exhibir euforia mientras la gasolina, el alquiler, los alimentos o el café se vuelven más difíciles de absorber. La inflación, incluso cuando desacelera, deja una cicatriz permanente: los precios rara vez retroceden. Se estabilizan arriba. Y cualquier incremento adicional —1,4% en comida, 20% en café— opera sobre una base ya encarecida. Técnicamente es moderado; políticamente es devastador.
Este desfasaje no es exclusivamente estadounidense. Es el fenómeno económico central del siglo XXI: un mundo donde las estadísticas capturan la salud del capital mientras las sociedades capturan la erosión de su propio nivel de vida. Los gobiernos anuncian estabilidad; los ciudadanos registran renuncias: cambiar de marca, cancelar servicios, ajustar compras, postergar decisiones. En ese espacio silencioso —el supermercado, la factura de energía, el precio del alquiler— se forma la opinión pública que ninguna gráfica consigue disipar.
Por eso el costo de la vida se convirtió en el nuevo índice político global. No aparece en Bloomberg ni en los discursos del Tesoro; aparece en la percepción acumulada de que cada mes la vida exige más por lo mismo. Trump supo leer esa fractura cuando irrumpió por primera vez: entendió que había un país sentado frente al mar, como Santa, esperando que alguien devolviera un mundo que sentía perdido. También percibió cómo el aumento del costo de la vida endurecía la existencia diaria incluso después del gasto público extraordinario con el que Biden intentó amortiguar la pandemia y la inflación. Pero en esta segunda administración, Trump no ha logrado corregir nada de eso. Y ahí comienza la contradicción de su nuevo mandato: una economía que en los informes parece avanzar y una población que siente —otra vez— que el país real se encoge mientras las estadísticas insisten en que todo va bien.
La promesa imposible: deflación, aranceles y la autodestrucción técnica
Trump no prometió lo que cualquier gobierno promete: bajar la inflación. Prometió algo más radical, algo que ningún economista serio suscribiría sin una recesión de por medio: bajar los precios. Es decir, provocar deflación. La promesa era eficaz en un país golpeado por tres años de aumentos acumulados, pero contenía una imposibilidad técnica: en una economía moderna, los precios no bajan sin un shock capaz de destruir empleo, consumo y crédito. La deflación no es una política económica; es un síntoma de colapso.
Ese fue el primer error de diseño: comprometerse con un objetivo incompatible con la anatomía del sistema. El segundo fue insistir en una herramienta que empeora exactamente aquello que decía querer resolver. Desde que volvió a la Casa Blanca, Trump duplicó —y luego quintuplicó— la agresividad del régimen arancelario. La tarifa promedio pasó del 2,5% al 13,6% en apenas unos meses: el mayor salto desde la Gran Depresión. Y, aun así, mantiene la ficción de que los aranceles los pagan los extranjeros. La realidad es menos heroica y más rutinaria: un arancel es un impuesto que paga el importador, y que se transmite, casi sin fricción, al consumidor final.
La evidencia es contundente. Investigadores de Harvard, del Instituto Peterson y de la Tax Foundation llegan al mismo resultado: los estadounidenses están financiando la guerra comercial. Calculan que los aranceles equivaldrán a un aumento de impuestos de 1.400 dólares por hogar en 2025 y de 1.600 en 2026. No por progresividad fiscal, sino por simple traslado de costos. Cuando se grava una cadena global, el precio sube en el tramo donde el consumidor no tiene cómo defenderse: el supermercado, la ferretería, la ropa, los electrónicos.
El efecto acumulado es doble. Primero, la inflación se mantiene más alta de lo que estaría sin aranceles. Harvard estima que, sin esta política, habría rondado el 2,2% en lugar del 3%. Segundo, la Reserva Federal se ve obligada a sostener tasas elevadas, porque la presión inflacionaria no cede. Esto encarece hipotecas, préstamos, tarjetas de crédito y cualquier forma de financiamiento personal. La promesa original —abaratar la vida— termina produciendo el resultado inverso: un país donde vivir cuesta más cada mes.
Llegados a este punto conviene recuperar la simpleza de los mecanismos económicos. La economía no responde a discursos; responde a engranajes. Si encareces las importaciones, suben los precios internos. Si suben los precios internos, la autoridad monetaria endurece la política. Si subes las tasas, se enfría el consumo. Y cuando todo eso ocurre al mismo tiempo, el votante percibe deterioro aunque el PIB suba medio punto. No hay metáfora sofisticada detrás: es fricción pura, una cadena de transmisión que no admite improvisaciones.
Ahí es donde la política y la mecánica chocan. Es la escena más recordada de Margin Call, cuando Jeremy Irons interrumpe a sus analistas y pide la verdad simple: “Quizás podrías decirme qué está pasando. Y, por favor, háblame como si yo fuera un niño pequeño. O un golden retriever. No fue mi cerebro lo que me trajo aquí; te lo aseguro.”
La economía de Trump funciona al revés: sustituye la verdad simple —los aranceles encarecen precios, las tasas altas encarecen la vida— por una narrativa que se repite en mítines pero no en los pasillos del Tesoro. Gobierna a golpe de titulares, pero las fricciones no negocian. La realidad —como en la película— siempre vuelve a la mesa de operaciones.
TACO: la política del desespero
Ningún gobierno admite públicamente que está corrigiendo sus propios errores, pero la realidad tiene un modo preciso de filtrar esas confesiones. Tras meses defendiendo el endurecimiento arancelario como la piedra angular de su estrategia económica, Trump se vio obligado a revertir aranceles en más de 200 productos alimentarios: café, carne, plátanos, frutas, insumos básicos cuya alza había erosionado el ingreso de millones de hogares. Fue un giro tan brusco que no necesitó comunicado oficial para volverse evidente: si estás forzado a desmontar tu política insignia en pleno año electoral, no es porque haya dejado de funcionar; es porque dejó de ser tolerable para tus propios votantes.
Por eso, en Washington, Trump se ha ganado el incómodo apodo de TACO (Trump Always Chickens Out), que traducido sería algo como “Trump siempre se acobarda”.
Pero la reversión no vino sola. La Casa Blanca anunció la posibilidad de enviar cheques de reembolso financiados con los mismos ingresos arancelarios. El mecanismo es tan transparente que bordea lo absurdo: primero encareces la vida con un impuesto encubierto, luego devuelves una parte del dinero para aliviar el daño que tú mismo causaste. Es política circular, estímulo procíclico disfrazado de alivio. Y, por encima de todo, es una señal de debilidad: un gobierno que ya no controla los efectos de sus decisiones y se ve forzado a amortiguarlos con medidas improvisadas.
La ansiedad se volvió aún más visible en el frente institucional. En medio del deterioro de su aprobación económica, Trump intensificó sus ataques contra Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, y amenazó con despedirlo. La independencia del banco central es un pilar del orden económico moderno: existe precisamente para que decisiones impopulares —como subir las tasas para contener la inflación— puedan tomarse sin represalias políticas. Interferir en ese terreno no solo es un riesgo financiero; es un riesgo sistémico. Un intento de destituir a Powell desencadenaría exactamente aquello que Trump dice querer evitar: caída del dólar, aumento del costo de la deuda y una incertidumbre en los mercados difícil de contener.
El impacto político no tardó en aparecer. En las elecciones de noviembre, los gobernadores demócratas ganaron en Virginia y Nueva Jersey con márgenes de dos dígitos. Un año atrás, esos mismos estados habían sido competitivos, e incluso favorables a los republicanos en algunos condados. El caso más revelador fue Passaic, Nueva Jersey: Trump lo había ganado en 2024, algo que ningún republicano lograba desde 1992. Este año, el demócrata lo ganó por 15 puntos. No es una oscilación; es una sentencia. Las encuestas lo confirman: 62% de los votantes responsabiliza a Trump de las condiciones económicas actuales, y 61% cree que sus políticas las han empeorado.
En ese movimiento, la política recupera su verdad más básica: el votante no responde a los indicadores; responde al deterioro de su propia vida. El desempate entre un PIB robusto y un refrigerador cada vez más caro siempre se decide del mismo lado. Los economistas pueden discutir elasticidades, lags o tasas neutrales; la ciudadanía reconoce inmediatamente dónde está el daño. El electorado estadounidense —como el de muchos países— no castiga teorías, castiga precios. No evalúa la macroeconomía, evalúa la vida.
La atmósfera recuerda, en su lógica más profunda, a la que recorre Nixon de Oliver Stone: no por paralelismos personales, sino por la sensación de un líder que empieza a gobernar desde la supervivencia, revirtiendo políticas que horas antes defendía, culpando a sus subalternos, buscando enemigos externos para justificar la pérdida de control. En esa fase, el poder político se vuelve reactivo, casi defensivo. Se gobierna mirando encuestas, no diagnósticos. Y cuando las decisiones económicas están dictadas por el calendario electoral, los errores dejan de corregirse: se encadenan.
El laboratorio estadounidense y la advertencia al resto del mundo
Estados Unidos se ha convertido, sin proponérselo, en el laboratorio donde se exhibe el límite de la macroeconomía tradicional. Trump no es una anomalía: es el caso extremo de un patrón estructural que ya atraviesa a las democracias occidentales. Un país puede mostrar crecimiento del PIB, récords bursátiles y empleo estable, y aun así convivir con una población que siente que retrocede. Esa desconexión no es un error de diagnóstico: es la evidencia de que los indicadores que ordenaron la política económica durante medio siglo ya no describen la vida que pretenden medir. Nadie come el índice bursátil.
Los gobiernos que sigan leyendo sus países desde esa estratósfera estadística repetirán el error. No por incompetencia, sino porque el mapa dejó de coincidir con el territorio. La inflación acumulada, la vivienda inaccesible, el encarecimiento de la energía y los alimentos, la concentración corporativa y la fragilidad salarial son fenómenos que no se corrigen con un buen trimestre. El costo de la vida se ha convertido en la variable estratégica central de cualquier gobierno democrático. No aparece en los modelos de equilibrio general, pero determina elecciones, derriba gobiernos y redefine coaliciones políticas.
La economía dejó de ser la ciencia del equilibrio; ahora es la gestión de expectativas y la administración de la supervivencia cotidiana. La política económica del siglo XXI no consiste en producir señales para los mercados, sino en evitar que la vida diaria se convierta en una coreografía de renuncias: menos carne, menos movilidad, menos estabilidad, menos horizonte. Es ahí donde se juega la estabilidad política. No en la tasa trimestral, sino en la sensación acumulada de que cada mes cuesta más sostener el mismo nivel de vida.
A eso se suma una verdad que ningún discurso puede borrar: no se revierte la desindustrialización en dos o cuatro años. Lo que se destruyó en décadas —fábricas, sindicatos, ecosistemas productivos, comunidades enteras— no resucita con un decreto ni con un arancel. Abrir plantas requiere tiempo, capital y una mano de obra que ya no existe: los trabajadores formados para la industria pesada son pocos, los procesos están robotizados y la curva de aprendizaje es larga. Además, reconstruir cadenas logísticas y redes de proveedores toma años. Y, aun así, la paradoja persiste: incluso con aranceles altos, en muchos sectores sigue siendo más barato producir fuera que dentro de Estados Unidos, por razones que ninguna voluntad política puede compensar.
Esa es la advertencia para Europa, América Latina y buena parte del mundo: lo que se perdió desde los años noventa no vuelve con un eslogan. La política puede prometer el regreso del país industrial, pero la economía global opera con una mecánica más lenta y más dura. Cuando un gobierno promete resolver en un ciclo electoral lo que tomó treinta años deteriorar, la decepción no es un riesgo: es el desenlace.
En ese espejo final reaparece la imagen de Los lunes al sol. Trump llegó prometiendo que Estados Unidos no volvería a sentarse frente al mar, como Santa, esperando que regresara un mundo que se había desvanecido sin aviso. Pero hoy, pese al crecimiento estadístico, el país vuelve a esa misma orilla: un sitio donde los números avanzan y la vida retrocede, donde el futuro prometido tarda demasiado y el presente se encarece cada mes.
La política puede narrar recuperación, pero la sociedad reconoce el silencio de fondo. Ese silencio —el de quienes siguen esperando que el país vuelva a necesitarlos— es la verdadera variable que ningún gobierno puede ignorar.


